3
Una mujer delgada, de pelo castaño tomado en una cola de caballo, luciendo un vestido rosado con flores, de largo bajo la rodilla, y un chalequito celeste apegado al cuerpo, prepara la cena para su marido, mientras escucha boleros peruanos en la radio. Junto a ella, una mujer cincuentona, rubia teñida y llena de operaciones estéticas, lee una revista sentada junto a la mesa de diario.
—Oye, Elisa –pregunta la vecina—. ¿Hace cuánto que tu marido no te regalonea?
—¡Magdalena!, por favor –responde la mujer—. Tú sabes que no me gusta hablar de Daniel si es para perjudicarlo.
—Pero es importante que te sinceres conmigo. Tu marido tendría que ser más cariñoso contigo. Se pasa puro trabajando no más.
—Si, pero es que él está siempre tan lleno de trabajo que me da no se qué molestarlo. Ayer mismo no durmió nada estudiando una causa. Me dio pena, si le hubieses visto la cara de cansadito que tenía.
—Entonces dile que se tome unas vacaciones, es que yo no sé cómo le aguantas tanto. Te tiene como sirvienta aquí en la casa.
—Él dice que quiere trabajar harto ahora que es joven para que tengamos una buena vejez a futuro. Y yo creo que tiene razón.
—¡Qué tipo más latero es tu Daniel! Por hombres como él mejor me quedé soltera. En serio, ha sido la mejor decisión de mi vida. No le sirvo a nadie y no le doy explicaciones a nadie tampoco. Y mírame, no tengo ni arrugas ni canas, porque no tengo marido que me las provoque.
Elisa sonríe.
—Y tú, como mensa haciéndole comida –agrega Magdalena—. ¿Por qué no lo dejas mejor?
—¡Estás loca! Yo no hago nada sin mi chanchito. Además, desde que contrajimos el sagrado vínculo del matrimonio yo tengo un compromiso con él, de cuidarlo, amarlo y respetarlo hasta que la muerte nos separe. Sin condiciones, Magdalena.
En ese momento, un hombre joven entra al lugar con una gran sonrisa en la cara, siendo visto por las dos mujeres.
—Elisa, mi amor, ya estoy aquí –dice Daniel, dejando su maletín sobre el sillón junto a un centenar de carpetas de distintos colores.
—¡Cariño! –responde la muchacha, acercándose a él para besarlo apasionadamente, sin que pueda cumplir su cometido, porque él le toma la cara y le besa la frente.
—¿Me tienes lista la cena?
—Sí, está casi lista. Si quieres te vas a lavar las manos y te sirvo. —Excelente –dice Daniel, sin dejar de mirar a Magdalena, quien lleva puesto un diminuto vestido que deja ver sus interminables y gruesas piernas—. ¿Por qué no vas a la pieza y me traes mis pantuflas? Tengo los pies cansados.
—Sí, claro –responde Elisa, con la mejor de las sonrisas—. Mientras tanto, entretén a la vecina para que no se sienta sola.
ESTÁS LEYENDO
Ases y los cuatro diamantes
AventuraDiez años después de caer en una trampa que lo puso tras las rejas por un delito que no cometió, Benjamín, líder de una banda de ladronas de fama internacional conocidas como Ases, regresa para vengarse del italiano, un millonario responsable de sus...