Tres

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—¡Buen día! ¿Cómo va todo?

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—¡Buen día! ¿Cómo va todo?

—¿Buen día? ¡Buenas noches, dirás! Alan, son las once y media de la mañana —reprochó Evangelina—. En serio te lo digo, tenés que empezar a tomarte esto en serio, si tu papá se entera...

—Sí, ya se —la cortó—. Te juro que me desperté a las seis, y no sé en qué momento me volví a quedar dormido.

—Desde ya te aclaro que si algún día tu papá me pregunta por vos, yo no voy a cubrirte.

Alan bajó la mirada, no podía reprocharle nada, sabía que Evangelina tenía razón, y tampoco podía enojarse con ella si decidía contarle a Isidro sobre su irresponsabilidad.

—¿Cómo estuvo la mañana? ¿Mucha gente? ¿Alguna novedad?

Evangelina se lo pensó un momento, la realidad era que nada extraño había pasado, hasta que luego recordó el cliente de las ocho de la mañana. Decidió omitir la anécdota, contarle sería también confesar que solo los distrajo de sus rutinas personales matutinas.

—No... Lo mismo de siempre.

—Bueno... Ya no me siento tan mal por haberme quedado dormido.

Evangelina le dio un golpecito en el brazo que Alan intentó esquivar, sin éxito. Siguiendo el consejo de su mejor amiga se concentró en trabajar, necesitaba encontrar algún incentivo para comenzar a ser más responsable, y cuando quiso darse cuenta ya eran las cuatro de la tarde, el horario de salida del trío de la apertura. Se despidió de los tres con una mano en alto mientras atendía la caja, ante la incrédula mirada de Ángel y Patricio, que ya habían perdido la cuenta de la última vez que lo vieron tan proactivo.

—¿Qué le hiciste, Eva? ¿Lo amenazaste con decirle a papi que se porta mal? —preguntó Ángel con un dejo de sarcasmo cuando ya estaban en la vereda.

—Algo así, le repetí el mismo cuento de siempre, y le recordé que no pienso cubrirlo ni mentirle a Isidro cuando me pregunte por él.

—Quisiera creer que se está rescatando, aunque... No sé si quiero perder esas dos horas de paz de la mañana —sopesó Patricio con una mano en la barbilla.

—Dirás media hora —lo corrigió Ángel—. No te olvides que tenemos cliente nuevo... Si vuelve... Que espero que no.

Los tres rompieron en risas, recordando el peculiar suceso de esa mañana. Comenzaron a caminar hasta Paseo Colón, la esquina en la que cada uno tomaba su camino de regreso.

—Miren, en caso de que Alan comience a comportarse, déjenmelo a mí. Es solo integrarlo a la hora ociosa, después de todo, si hay clientes se trabaja, esté o no él. No tiene por qué molestarle que hagamos cosas nuestras.

—Es lo que te digo, Patito... —Ángel le habló a su compañero—. Entre acomodados se entienden.

Volvieron a reír al unísono, se despidieron y cada uno tomó su camino. Evangelina comenzó a caminar a paso lento, desconociendo la discusión que había ocasionado en el tercer piso de uno de los edificios de la cuadra por la que transitaba.

—Te dije que era un error sacar esa terminal al mercado tan rápido. No solo era un prototipo, es difícil de configurar, y los comerciantes chicos no tienen el conocimiento, ni ganas, ni tiempo de aprender a usar algo nuevo. Prefieren la comodidad de lo conocido.

—¿Y por qué la hiciste tan rebuscada? Franco, yo no entiendo un carajo de programación, yo sé de negocios, y vos me dijiste que los comercios iban a amar nuestra terminal.

—¡Sí! Pero la idea era hacer una preventa controlada, ¿sabés siquiera qué es eso, Bruno?

—¡Y bueno! Fue lo que hicimos, pusimos trescientas unidades a la venta, y en un día se vendieron todas. ¿No era eso lo que querías?

—No, Bruno... No... —Franco enredó los dedos en su largo flequillo—. Preventa controlada era colgar en la web una solicitud para adherirse al programa beta. Planeaba poner un corto cuestionario que además me servía como sondeo para hacer los últimos ajustes, pero te ganó tu puta avaricia, como siempre. Encima, te dije que me esperaras a que vuelva de Miami, ¿quién te ayudó a producir esas unidades?

—De tu equipo, Ignacio. Entiendo que es como tu mano derecha, le fui a preguntar cómo venía el proyecto, y lo vi tan entusiasmado con las pruebas que le pregunté si ya estaba para salir al mercado y me dijo que sí.

—Imbécil... —espetó—. No era mi mano derecha, sabía que me iba a traer problemas y por eso lo tenía vigilado. Pero fue lo último, ahora le mando el telegrama.

—Bueno, ya está, ya fue, Franco. Por más vueltas que le des, ya se vendieron y están funcionando en trescientos comercios de Argentina. Cuando tengas la versión final sacamos un nuevo modelo; nuevo nombre, dos o tres boludeces más para justificar el gasto...

—¿Seguro que están funcionando? Te apuesto diez lucas a que en este momento no hay ni una encendida.

Franco salió disparado hasta su oficina antes de que su hermano pudiera acotar algo, volvió con su laptop, y luego de un par de tecleos giró la computadora para que Bruno comprobara que él estaba en lo cierto. Las trescientas terminales de cobro estaban apagadas.

—Mierda... No sabía que todavía no estaba lista —esbozó avergonzado.

—Nunca sabés nada, Bruno. Ni siquiera sabés que yo llego todos los días a las ocho, hoy me tuve que ir a hacer tiempo al restaurante ese que está allá en la cortada, porque a vos solo se te ocurre fumigar un día laboral. Al menos me sirvió para descubrir que nadie está usando el POS.

—Qué casualidad que justo fuiste a uno de esos trescientos comercios —acotó Bruno con un dejo de ironía.

—En realidad no, pensaba en pedirme un café en la estación de servicio, y cuando estaban a punto de atenderme vi la etiqueta en la vidriera del restaurante. Como para no reconocer a Chanchi... —rio—. La Escondida, un restaurante bastante peculiar, con tres empleados que parecían los tres chiflados —recordó con una sonrisa—. La cajera, el barista y el cocinero, los tres mirándome como si fuera un extraterrestre porque a esa hora nunca les cae gente y yo les fui a cortar la hora libre.

—¿Y cómo sabés eso?

—Porque los escuché, que tenga la vista clavada en la pantalla no significa que no escuche el entorno. Igual, eso no importa, entrar ahí fue como viajar en el tiempo, ese aspecto de pulpería, tan antagónico con nuestro producto... Quería ver cómo lo usaba un local tan anticuado, y aunque me desilusioné cuando la chica me trajo el voucher clásico, comprendí que el modelo necesita más ajustes de los que tenía planeados. Es solo que con tu puto impulso me cagaste la encuesta.

—Todavía podemos hacerla, solo dejame hablar con el departamento de...

Pero mientras Bruno hablaba, la cabeza de Franco no paraba de pensar, hasta que se le ocurrió la mejor y la peor idea del mundo.

—No... —interrumpió a su hermano—. Yo lo voy a hacer, en persona, y en vivo de ser necesario. No hagas más nada, dejame a mí, yo me encargo de la terminal.

Franco salió disparado de la oficina de su hermano, dejando a Bruno sin chance de respuesta. Pasó por su oficina, tomó su abrigo, y volvió a La Escondida.

Si alguien podía ayudarlo, esa era Moe. O mejor dicho, la cajera de La Escondida.

 O mejor dicho, la cajera de La Escondida

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EvaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora