Noventa y uno

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Apenas Franco se iba acercando a su oficina, podía ver a Evangelina hablando enérgicamente con su equipo, mientras escribía y dibujaba en el vidrio que usaban de pizarra

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Apenas Franco se iba acercando a su oficina, podía ver a Evangelina hablando enérgicamente con su equipo, mientras escribía y dibujaba en el vidrio que usaban de pizarra. Cuando estuvo más cerca, pudo notar que sostenía entre sus manos el teléfono de pruebas. Detuvo su marcha a una distancia prudencial, y admiró el maravilloso trabajo que había hecho con ella, hasta que en un momento Evangelina perdió la mirada fuera de la oficina y lo descubrió observándola orgulloso. Ella le dibujó una sonrisa, y Franco no tuvo más remedio que terminar de llegar a la oficina.

—¿Me perdí de algo? —intervino en la pequeña reunión.

—Estamos diseñando todas las funciones que le extrajimos a los Orson, para volcarlas en una app para comerciantes —se apresuró a explicar Víctor—. De ese modo les damos la libertad de elegir si las quieren usar o no.

—Jamás se me hubiera ocurrido. ¿De quién fue la idea?

—Eva —respondió su equipo al unísono.

Franco frunció la boca en señal de satisfacción mirando la pizarra, y luego se sentó sobre uno de los muebles bajos del fondo. Hizo un gesto con su mano a Evangelina para que prosiguiera, quería verla en acción.

Y no interrumpió su performance hasta que todos comenzaron a levantarse para terminar su jornada.

Evangelina estaba guardando el teléfono y la terminal de pruebas, cuando Franco se paró tras ella con disimulo y se acercó a su oído.

—Estoy tan orgulloso de vos —susurró en su oído.

Evangelina sonrió sin voltear la cabeza, mientras seguía acomodando la oficina.

—Te van a escuchar los chicos —dijo en voz baja.

—En este momento, me chupa una hectárea de verga, Evangelina.

—Linda boquita, señor CEO.

—Decime vos, que ya la probaste dos veces —recordó con tono bajo.

Evangelina se alejó riéndose hacia su escritorio, le gustaba esa manera sutil pero intensa a la hora de conquistarla. Cada palabra, cada gesto, cada insinuación, era un martillazo que derribaba ese muro inquebrantable de amistad que ella había construido.

Y se sentía bien con lo que encontraba al otro lado del muro.

Sacó un paquete de su mochila y se lo extendió.

—Gracias —dijo sin más.

—¿Qué es esto?

—Tu remera de Lanús, que me la llevé para lavar.

—Te la regalo —decidió, devolviéndole el paquete—. Para que cada vez que la veas te acuerdes de mí, y de la primera navidad que pasamos juntos.

Evangelina aceptó el obsequio, lo guardó junto a la computadora en su mochila, y se la calzó al hombro, lista para salir.

—¿Ya sabes a dónde vamos a ir?

EvaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora