Doce

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El fin de semana pasó volando, y no fue sino hasta el lunes a al mañana que Evangelina recordó que era un falso primer día laboral

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El fin de semana pasó volando, y no fue sino hasta el lunes a al mañana que Evangelina recordó que era un falso primer día laboral. Franco había acordado ir bien temprano en la apertura para comenzar a trabajar en su extraño proyecto, y allí estaba. Puntual, pese al frío seco de la mañana, sentado en el escalón de la entrada escuchando música en su celular, con unos auriculares de vincha exageradamente grandes y visibles a pesar de tener la capucha del buzo en su cabeza, y la mochila firmemente aferrada a su espalda, como si fuese una tortuga con su caparazón. Movía la cabeza rítmicamente, y si prestaba atención, hasta podía escuchar ese dembow de la canción que sonaba en su reproductor.

El informático se estaba matando la cabeza con un reggaetón a las siete y media de la mañana.

Evangelina apuró el paso, hacía mucho frío para que estuviese ahí sentado, sabe Dios desde qué hora. Se paró frente a él, que ni se inmutaba, estaba demasiado concentrado en su feed de Twitter. Y cuando dio un paso para acercarse y tocarle la cabeza con el dedo para llamar su atención, Franco levantó la vista de la pantalla rajada de su celular y la observó de pies a cabeza. Examinó rápidamente sus botinetas negras de plataforma exageradamente altas, y su ajustado pantalón de cuerina del mismo color. Sonrió cuando llegó a la altura de su gorda campera rosa chicle, y amplió más esa sonrisa al ver el simpático gorro de pompón sobre su cabeza. Aferrada a su cartera, su mueca era una mezcla de regaño y diversión, mientras que la luz de la calle desde su posición la alumbraba de tal manera que parecía un ángel con campera de abrigo.

—¿Desde qué hora estás acá?

—Buen día primero, ¿no, jefa?

—¡No soy tu jefa! —exclamó divertida—. Y sí, buen día. Perdón mis modales.

Franco se puso de pie mientras guardaba su celular en el bolsillo, quedando frente a Evangelina a una distancia bastante corta. Desde que la conocía, jamás había estado tan cerca de la mujer. En el microsegundo que tardó en salir del paso para que ella pudiera abrir el local, pudo divisar cada detalle de su rostro. Los ojos avellana verdosos, las pequeñas e imperceptibles patitas de gallo que descubrían que ya había pasado la barrera de los treinta, el cabello lacio escapándose del gorro de lana, y ese perfume floral que no supo distinguir porque la magnolia no es una fragancia tan popular.

Ese fue el momento exacto en el que descubrió que no iba a ser fácil trabajar con ella.

—¿Vas a entrar o el trabajo lo vas a hacer en la puerta?

Evangelina lo sacó del trance, de nuevo, con una sonrisa que comenzaba a mellar todos sus sentidos.

—Sí, perdón... Estoy muy dormido —mintió, e ingresó al local por la pequeña puerta de la cortina metálica—. ¿Y tus amigos a qué hora entran a trabajar? —preguntó para entablar algo de conversación, pero sobre todo, para saber por cuánto tiempo iba a sentirse tan incómodo a solas con ella.

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