¿Qué siente un hombre que lo tiene todo y lo único que le falta es un imposible?
Franco jamás conoció el amor verdadero.
Evangelina lo conocía a la perfección.
Una propuesta laboral. Una confusión. Una buena amiga y un enamorado luchando por sacar a...
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Absolutamente nadie sabía que Franco había decidido volver. Ni Bruno, ni Julieta, Ismael, y mucho menos Evangelina, con quien no hablaba desde aquella mañana en que lo llamó cuando estaba a punto de embarcarse en su vuelo. Todo estaba tan bien al otro lado del mar que decidió volver para no perderse el lanzamiento al mercado de las nuevas terminales de cobro, ya en etapa de producción y preventa, y lo que más le importaba: la prueba de fuego.
Estaba plenamente convencido de que había borrado a Evangelina de sus pensamientos.
Pero falló miserablemente al poner un pie en la vereda de La Escondida. Recordó absolutamente todo aquello de lo que huyó, y es que la escena era cine puro. Los camareros corriendo para todos lados con bandejas en sus manos, Patricio despachando varios cafés al mismo tiempo, Ángel con movimientos frenéticos en la cocina, y ella en cámara lenta. El cabello suelto flameando sutilmente por el viento del aire acondicionado sobre su cabeza, el vaivén de sus ojos sobre la revista, y la ligera sonrisa cuando veía un producto que le interesaba, señalándolo con el dedo para luego tomar una birome de la caja registradora y marcarlo en la hoja para comprarlo.
Literalmente, se derritió al verla después de tres meses.
Y lo aceptó: estaba enamorado de ella hasta los huesos.
Inspiró y entró. La escuchó cantar un clásico de Charly García, y completó la frase para hacer notar su presencia.
—No te olvides de mí, porque sé que te puedo estimular.
Evangelina levantó la vista pensando que era otro cliente baboso, y se paralizó ver a Franco del otro lado del mostrador. Estaba mucho más bronceado, y ya no vestía ropas deportivas. Se le hizo raro verlo de camisa blanca y sweater de cuello redondo gris. Salió del mostrador y lo observó con atención, pensando que esa Bruno jugándole una broma. Pero lo conocía lo suficiente para saber que jamás usaría el cuello desabrochado y la camisa fuera del jean negro sobresaliendo ligeramente del sweater, mucho menos vestía zapatillas blancas en su horario de oficina.
Se acercó con cautela hasta su rostro, y con dedos torpes corrió el flequillo, ahí estaba el piercing, y además traía uno nuevo en el trago de la oreja. Franco no despegaba la vista del rostro incrédulo de Evangelina, y disfrutó la cercanía. Extrañaba su perfume, el suave tacto de sus manos, se rindió al momento. Cuando se convenció de que era el mismísimo Franco quien estaba frente a ella, abrió la boca incrédula mientras intentaba contener la sonrisa, y sin dudarlo se abrazó a su cintura y apoyó la cabeza en su pecho.
—No te das una idea cuánto te extrañé, hijo de puta.
—¿Te pensás que yo no? —dijo, apoyando su mejilla en la cabeza de Evangelina, luego de dejar un beso.
—Al parece no, porque nunca me llamaste, ni siquiera un mensajito —le reprochó soltándose del abrazo—. Me dejaste sola con el proyecto de los Orson, agradecé que tenés un equipo excelente y me re ayudaron a ayudarlos, valga la redundancia.