Ochenta y nueve

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Evangelina no podía creer que estaba junto al hombre más rico del país, en una calle semi oscura de Lanús, tomando sidra del pico, apoyados en el capot del Porsche

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Evangelina no podía creer que estaba junto al hombre más rico del país, en una calle semi oscura de Lanús, tomando sidra del pico, apoyados en el capot del Porsche. La calle estaba llena de gente y niños con pirotecnia, y hasta algún que otro vecino había armado una pista de baile en plena vereda.

Obviamente, la mayoría de los vecinos lo reconocían, pero no por la figura pública que era, sino por el chiquillo revoltoso que fue en su infancia. Evangelina se había quedado sola tomando, mientras Franco no paraba de saludar y conversar con sus vecinos.

Y no podía dejar de sonreír, embelesada por la sencillez de Franco.

—Perdón por dejarte sola, me agarraron los pibes del barrio, y hasta alguna que otra señora que todavía me pasa factura por los destrozos que hizo mi yo de diez años.

—No te preocupes, me encanta esto, me recuerda mucho a La Plata. San Telmo es distinto, además de que estoy en plena avenida... Extrañaba estar en la calle después de las doce.

—¿Estás mejor? —preguntó, mientras acariciaba su mejilla con el dorso de la mano.

Evangelina estaba a punto de responder, cuando dos niños que no superaban los diez años aparecieron corriendo frente a ellos.

—¡Fua! ¡Alta máquina! —exclamó el más grande, en relación al auto—. ¿Es tuyo?

—Sí —respondió Franco entre risas.

—¿Es tu novia?

La pregunta era del más pequeño, Franco se agachó para quedar frente a él, mientras Evangelina no podía parar de reír.

—Saliste sinvergüenza como tu padre, vos —refunfuñó cariñosamente—. No, no es mi novia, pero es la chica que me gusta.

—Es muy linda —dijo el niño, regalándole una mirada pícara a Evangelina, que ya no podía controlar las risas.

—Sí, pero yo la vi primero, y es un poquito vieja para vos.

Franco tomó al niño en brazos, y luego invitó al mayor a subirse al auto. Al rato apareció el padre de ambos, un ex compañero de escuela de Franco. Conversaron un rato mientras el mayor simulaba manejar el Porsche, y Evangelina seguía embobada con ese Franco que, si le faltaba otra cosa para ser perfecto, era el trato que tenía con los niños.

Y recordó otra cosa que Daniel se llevó consigo: la oportunidad de ser madre.

—¿Y ahora? ¿A qué se debe esa carita triste? —quiso saber Franco cuando volvieron a quedarse solos.

—Nada... Solo me preguntaba si Daniel me hubiera dejado teniendo un hijo. Y en que ya siento ese tic tac biológico, y... Sin padre no hay hijo.

—Yo sé que estás llena de preguntas ahora, pero no es el momento de intentar resolver todo. Deja que el río fluya, de a poco se van a ir acomodar las cosas.

EvaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora