¿Qué siente un hombre que lo tiene todo y lo único que le falta es un imposible?
Franco jamás conoció el amor verdadero.
Evangelina lo conocía a la perfección.
Una propuesta laboral. Una confusión. Una buena amiga y un enamorado luchando por sacar a...
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Todos y cada uno de los colaboradores uruguayos de Chanchi que fueron entrevistados por Franco, dudaron si realmente era él, o su gemelo quisquilloso y perfeccionista. Si bien Bruno todavía no había conocido la sucursal, los rumores ya hablaban de sus exigencias laborales en la casa madre argentina.
La manera soberbia con la que mascaba el chicle, casi con la boca abierta, las piernas cruzadas, y la barbilla apoyada en su mano cerrada en un puño, estaban lejos de la actitud cordial que demostraba Franco en cada visita a la sede. La única seguridad que tenían los entrevistados uruguayos de que realmente estaban frente a Franco y no a Bruno, era la camiseta de Lanús que vestía, los jeans negros con la rotura en las rodillas, y las zapatillas desabrochadas de siempre.
Bastaron diez colaboradores cercanos a Nelson para reunir suficientes motivos que ameritaban el telegrama de despido. No solo reportaban la misma actitud que mencionó Dae-myung, sino que le hablaron de favoritismos, intercambio de favores, y hasta comentarios machistas a mujeres del equipo. Designó una cabeza temporal y abandonó la sede, dejando a todos estupefactos con su extraña actitud.
Ya de regreso a su departamento uruguayo, comprendió que no tenía sentido torturase a solas lejos de los suyos, pero tampoco quería volver a la torre Alvear, mucho menos después del fin de semana vivido.
Era volver a la escena del crimen, donde todavía yacía su corazón completamente destrozado y desangrado.
Sin embargo, antes de irse buscó un local de tatuajes. La instrucción era precisa:
—Coloreame el segundo corazón de negro.
Cerró los ojos y se concentró en el ruido de la máquina tatuadora, mientras sentía como caía al vacío de la misma manera que Mario Bros cuando de niño calculaba mal el salto. Era hora de comenzar a aceptarlo.
Había perdido una vida más, y le quedaba solo una oportunidad de volver a enamorarse antes de aceptar que el amor no estaba hecho para él.
Tomó su maleta y volvió al aeropuerto, sacó el siguiente vuelo a Buenos Aires, y antes de medianoche ya estaba de nuevo en Puerto Madero. Cambio la maleta por una más grande, colocó más ropa intentando mirar lo menos posible a su alrededor, cambió el Porsche por su Peugeot, en caso de que Bruno decidiera adelantar su vuelta, y partió hacia el único lugar seguro, que aunque también tuviera recuerdos de Evangelina entre sus paredes, allí estaban los suyos.
Abrió la puerta ya de madrugada, trató de hacer el menor ruido posible para no despertar a nadie, pero falló miserablemente cuando su maleta enganchó una silla del comedor, que chirrió contra el piso. Julieta no tardó en aparecer con un gas pimienta en su mano.
—¡Pará, Ju! Soy yo. —Se defendió, levantando las manos.
—¿Franco? —Julieta encendió la luz, y Franco se cubrió la cara, enceguecido porque venía de la penumbra de la calle—. Si venís de nuevo a despedirte de tu papá antes de salir de viaje, te aviso que está dormido, y...