CAPÍTULO I

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ÉIRE

El siseo del arrastre del aminqueg, el continuado sonido del carcaj que se balanceaba al ritmo del trote de los caballos, los cascos deslizándose por las altas hierbas del norte de Nargrave. Había pasado una semana desde que dejé a mi madre enterrada en unas tierras desconocidas, bajo una sepultura inexistentemente significativa. Hoy era, justamente, siete de Julio.

Habíamos cabalgado día y noche, bajo una lluvia jodidamente gélida y con los parloteos de un Audry terriblemente intenso. Pero, aún así, no estábamos suficientemente lejos de Aherian. Al menos, no lo suficiente como para no considerarnos en peligro.

Solíamos dormir al raso, ya que, obviamente, el rumor de los tres forasteros que habían — supuestamente — traicionado a la corona, se había esparcido tan rápidamente que apenas corríamos más rápido que las palabras.

Tomé una bocanada de aire y acaricié suavemente a Chica, quien relinchaba mientras miraba sesgadamente al llamativo aminqueg que ahora no se separaba de nosotros. Como cualquiera pudo haber supuesto, no se había adaptado bien en nuestro pequeño grupo, ya que Audry no podía soportarlo a menos de leguas de distancia, y los caballos se sacudían cada vez que al monstruo se le ocurría respirar más fuerte de la cuenta.

Gracias a quien fuera — o a mí, realmente, que fue quien verdaderamente fue tan maravillosa cómo para crearlo —, la criatura era sorda, por lo que tenía el enorme privilegio de no escuchar las quejas que hacían constantemente sobre su horripilante cuerpo repleto de ojos con pupilas verticales.

Y si hablamos del resto de nuestro grupo… Bueno, al príncipe solía darle más bien igual aquel monstruo, siempre y cuando no se le ocurriera mirarle más de la cuenta. Además, Keelan se mantenía en silencio la mitad de los días. Y, cuando no hacía eso, tan solo fruncía el ceño y nos miraba sobre las llamas de la hoguera como si fuéramos estúpidos. Y, aunque el humor de mierda era algo normal en él, nunca había estado tan realmente enfadado con todos hasta esta semana.

Y, pese a que era ya de por sí desagradable verle así, sabía que se ahorraba muchos comentarios tan solo porque ninguno de nosotros podíamos estar bien después de lo ocurrido.

Le di un último trago a aquella cantimplora llena de agua de lluvia, la cual saciaba día tras día, cada vez con menos tiempo de por medio, mi necesidad a volver a probar un solo sorbo de aquella bebida llena de aquellos somníferos. Entonces, mientras la  guardaba en una de las bolsas que se ataban a la montura de Chica, escuché los pasos de unas botas haciendo crujir las hojas tras de mí.

—No deberías tomar eso — dijo la voz del príncipe, inclinado justo a unos palmos de distancia de mi nuca. Yo parpadeé varias veces y le miré sobre mi hombro, tapando hábilmente aquella alforja.

—No debería estar viva, al parecer. Cosa que, inevitablemente, afectaría al mundo de forma muy negativa. Porque, realmente, ¿quién podría vivir sin mí? — Le dediqué una sonrisa socarrona —. No debería haber hecho muchas cosas, pero, ¿qué sería de la vida sin los “no debería”?

Keelan enarcó una ceja, apoyando perezosamente su hombro en la corteza del árbol más cercano a el. Ya no llevaba su capa, así que podía ver perfectamente como en sus brazos relucían algunas pálidas cicatrices debido a las mangas de su túnica remangadas.

—¿Te pones filosófica con el luto? — inquirió él, tensando la comisura de sus labios. En parte, aquel comentario me hizo gracia; sin embargo, la parte menos sarcástica de mí, quiso estamparle contra aquel árbol por una rabia apenas contenida.

—Me pongo de muchas formas con el luto. — Avancé un paso hacia él y mi yegua bufó — ¿Quieres verlas?

—¡Puaj! Yo definitivamente no quiero verlas — exclamó Audry, quien estaba chamuscando en nuestra hoguera a un pobre conejo que llevaba sin vida algunas horas, gracias al príncipe que estaba frente a mí.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora