ÉIRE
Había aprendido una cosa de Gregdow, y era que el silencio que se extendía cuando caía la noche era como una cúpula que nos encerraba. Era absoluto, siniestro e incluso un poco lúgubre.
Evelyn estaba frente a mí, su rostro demacrado, ya casi sin rastros de aquellas heridas que sufrió en La Posada de Roca y Piedra, y con unas grandes ojeras que se trazaban bajo sus enormes ojos azules. Antes no había reparado en ellas, pero ahí estaban: notorias, delatando como su sueño también la atrapaba como una araña en su tela, preparada para zampársela en cuanto pudiera.
Su madre se había adentrado en el carro hacía ya un rato, renqueando y con su palidez a cuestas, mientras sus labios tiritaban pese a que era la que más pieles ocupaba. Casi se había caído al subir por la parte trasera, pero Lucca, Audry y Evelyn habían cargado con ella hasta recostarla sobre una pila de almohadas.
De Keelan no había sabido nada desde la cena. Simplemente lo había visto perderse entre la oscuridad del bosque, en silencio, sin decirle nada a nadie y sin llevar nada más que su espada consigo. Su carcaj de flechas ya apenas lo utilizaba. No desde que en Normagrovk perdió parte de lo que contenía.
Aún así, nadie le había dicho nada. Todos sabíamos que cada uno tenía su propia lucha interior, y no zarandeábamos a una persona hasta que la hiciera pública. Tampoco sería yo quien lo hiciera. No cuando en la noche todas estas personas escucharían mis gemidos y súplicas de auxilio.
—Haré ese juramento — dijo Evelyn, abriendo la boca por primera vez desde que se había plantado frente a mí.
Yo arqueé una ceja.
—¿No te parece patético tener que ofrecerme tantas cosas tan solo a cambio de protección?
Ella parecía determinada, y mis palabras no la amedrentaron en absoluto. En cambio, me respondió — : No, no me lo parece. Acepto que no podría sobrevivir por mí misma en este viaje. Y acepto que si alguien no hace nada contra Eris ella misma me matará. Así que, si mi madre no sobrevive, al menos escucharé sus últimas palabras y lo haré yo.
Asentí.
—Bien. Si tú crees eso, no seré yo quien te contradiga. — Me encogí de hombros —. No sé cómo va todo esto, así que a no ser que tu madre te lo haya explicado, lo máximo que puedo ofrecerte es una promesa de meñique.
Evelyn frunció el ceño, como si no acabase de comprender si aquello había sido una broma o había sido en serio. De cualquier forma, no se lo aclaré, así que ella hizo una mueca justo antes de responder:
—En realidad, es bastante sencillo. Solo tienes que expulsar parte de tu magia, tan solo una fracción, y enlazarla a las hebras de la mía. Después de eso, hacemos ambas un juramento, y esos hilos nos atarán para siempre.
—Para siempre. — Chasqueé la lengua —. No me gusta como suena eso.
—¿Lo harás o no? — me dijo ella, ligeramente desesperada. Aún sin tener los sentidos amplificados, casi podía escuchar su corazón desbocado mientras me desperezaba contra aquel árbol.
—Claro. — Di un paso en su dirección, mientras me cruzaba de brazos —. Total, tampoco tengo nada mejor que hacer.
—Bien.
Entonces, Evelyn me tendió su mano ligeramente temblorosa, y de la punta de sus dedos titilaron, como si estuvieran abriendo los ojos, aquellos hilos esmeraldas. Pasaron algunos segundos, y emergieron entre nosotras, quedándose suspendidos y dejándome observar su energía brillante, reluciente, con millones y a la vez ninguna mota plateada, luminiscente, como un rayo de luna y decenas de estrellas alrededor de ella.
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Reino de mentiras y oscuridad
Fantasy•Segundo y tercer libro de la trilogía Nargrave. Éire Güillemort Gwen había huido de Aherian tras aquella traición con Keelan, Audry y su nueva criatura acompañándola en su viaje para reclamar aquella corona. Gregdow seguía siendo tan oscuro como s...