CAPÍTULO LII

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ÉIRE

Todo estaba oscuro, incluso cuando abrí los ojos. Durante un instante, casi me pregunté si todo esto había sido un mal sueño, y en cuanto saliese de mi dormitorio me estaría esperando Dalia para insistir sobre aquel arreglo dorado que mi madre había preparado.

Si me lo preguntase otra vez, diría que sí. Si pudiese volver atrás, nunca se me hubiera ocurrido buscar a Lucca esa noche. Nunca hubiera abandonado a mi madre. Quizá si me hubiese quedado a su lado, ella hubiera visto que no era amenaza alguna, y nos hubiésemos alojado de por vida en Zabia, sin tener siquiera que conocer la existencia de Eris.

Pero ahora ya no había marcha atrás, porque sabía con certeza que no estaba en Zabia. Quizá Dalia incluso podía estar muerta, y aunque no fuese así, mi madre sí que lo estaba. Así que esa fantasía ya no podía tener lugar. No iba a tener segundas oportunidades.

Porque no existían. Porque la vida era una mierda.

La vida era la verdadera villana de toda historia: te arrebataba tus sueños, tus seres queridos, tu propia vida. Y, aún así, tenías que estar agradecido por tenerla.

Era como un virus terminal que irónicamente te mantenía cuerdo.

Carraspeé, palpando mi coronilla. Siseé casi al instante, notando como mis dedos hurgaban en la herida que esos hijos de puta me deberían haber abierto. Me acordaba por encima de aquellos sucesos: del golpe, de la conversación con el duque, de los ojos de aquella sirvi…

Me levanté de golpe de la cama donde me habían recostado. No había ni una sola vela en la habitación, y las cortinas no estaban corridas, así que no pude hacer más que levantarme a ciegas y tantear mi alrededor.

Me sostuve gracias a uno de los postes de la cama, de los cuales colgaba un dosel de gasa, y caminé de puntillas por el suelo gélido de la habitación. Además de aquella cama, mis manos solo traspasaban aire, intentando alcanzar un sillón, una chimenea, o una pared. Pero pasaron bastantes segundos inútiles hasta que por fin me di de frente con la puerta.

Cerré mis dedos en torno al picaporte, y lo abrí cuidadosamente, intentando hacer el mínimo ruido. Asomé mi cabeza por la rendija abierta de la puerta, intentando averiguar cuántos guardias había custodiándome, pero para mi sorpresa solo me topé con un enorme pasillo con varias puertas lacadas en blanco, una lujosa lámpara de araña con piedras preciosas colgando en cascada y varios candelabros de oro sobre cómodas barnizadas.

Fruncí el ceño, notando como una corriente de aire helado lamía mis piernas desnudas, y erizaba mi vello escalofriantemente rápido. Bajé la mirada hacia mis pies descalzos, y observé el camisón que ondeaba sin nada debajo hasta poco más debajo de mis muslos.

No, no, no. Esto no podía estar pasando. Este camisón, el pasillo, las puertas alabastrinas…Aquello solo significaba una cosa: la visión.

Y aquello no terminaba bien. No, no lo hacía. No terminaba bien.

Sacudí mi cabeza casi inconscientemente, porque aquello no podía estar pasando. No estaba pasando. Era un mal sueño. Lo era. Sí, sí. ¡Pellízcate, Éire! ¡No es real! Ni siquiera Keelan había llamado mi nombre, y tenía que llamarlo. No había ningún charco de sangre, ni Audry estaba…¡Audry! ¿Dónde estaba Audry? Él era el primero…Él…

No, no, la visión no iba a hacerse realidad. No dejaría que aquello pasase.

—Asha — murmuré, intentando contactar con ella. Sabía que su padre era un traidor, pero quizá su hija no tenía ni idea de aquello. Era mi única esperanza. Lo único a lo que podía recurrir —. Asha, dime que estás ahí. Tu padre nos ha engañado. Necesito que nos esperes fuera con los refuerzos que puedas reunir por si conseguimos huir.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora