CAPÍTULO XXXIX

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ÉIRE

—¿Y las criaturas razha no te aterrorizan? —preguntó Brunilda. Estaba recostada a mi lado, mientras la oscuridad de la noche se colaba en la habitación, y solo la esclarecían las antorchas que rodeaban la mansión. Su largo pelo pálido caía por la almohada como hilo alabastrino, y las sábanas tapaban su cuerpo desnudo mientras ella apoyaba su codo en la almohada y sostenía su barbilla con la palma de su mano. Sus grandes ojos fijos me miraban con una intensidad que casi podía hacerme sonrojar.

—Ellos nunca serán terroríficos para mí. Son mis amigos. Mi familia. Quienes me hicieron sentir como si fuese parte de algo. Que, como cualquier otro, podía ser admirada —declaré.

Ella asintió.

—Siempre he escuchado en las ciudades que los habitantes de Güíjar somos asesinos sin piedad, seres oscuros y despiadados; no más que monstruos. Sin embargo, los guerreros de Güíjar fueron quienes me rescataron. —La mirada de la hechicera persuasiva alanceó entre un púrpura profundo y un violeta suave —. No sé mucho sobre mis raíces, pero mediante fui creciendo recopilé la suficiente información cómo para entender mi historia: mis padres debieron venderme a un señor como esclava, ya que fue un noble del que me salvaron mis compañeros. Él me llevaba en una jaula como si no fuese más que un animal. Era un bebé, Éire, y si los guerreros Sin Apellido no me hubiesen encontrado...  no sé qué hubiera sido de mí. Así que te entiendo, entiendo ese sentimiento.

Yo tragué saliva. No conocía la historia de Brunilda. De hecho, nunca se la había preguntado, pese a que era una de mis más allegadas guerreras. Ahora que la sabía...  muchas cosas podían llegar a cobrar sentido.

Siempre había visto en su mirada aquel brillo revolucionario, feroz; expectante por un cambio. En cierto modo, me recordaba a Asha, la mujer que deseaba acabar con el mundo para crear uno nuevo; uno mejor.

Y cada vez que Brunilda fijaba sus ojos en mí, sentía que en el fondo de su mirada anhelaba arrodillarse y recitar el juramento que la ataría a mi guardia hasta la muerte. En ella veía una lealtad incuestionable. Prácticamente estúpida si teníamos en cuenta que apenas me conocía.

—¿Crees que seré una buena líder? —pregunté de golpe.

Las comisuras de Brunilda se estiraron en una pequeña sonrisa.

—Escapaste de la prisión aheriana siendo una traidora, y aún así has conseguido que la reina te dé un título. No eras más que la hija de alguien poderoso, pero te has ganado el respeto de todo Nargrave. Nadie te conocía, Éire Güillemort, y ahora todos saben quién es la hechicera de las bestias. Te he visto durante todo este tiempo, te he observado, y puedo asegurarte que no cualquiera es capaz de hacer lo que tú harías por tu pueblo.

Aquello era terriblemente cierto. Había soñado durante años con un héroe de rostro enmascarado que viniese a mi castillo a rescatarme. Fuese una persona real o la mismísima muerte vestida con su luto eterno. Fuese un asesino o un príncipe. Yo solo quería a alguien que me llevase muy lejos, al que poder aferrarme, con quien sentirme protegida. Con quien encontrar un...  hogar como debería haber sido mi casa.

Eso nunca pasó, así que tuve que marcharme por mi cuenta y ser yo misma quien me protegiera. Decidí ser yo misma aquella heroína que me rescató.

Y ahora me encargaría de que nadie tuviese que esperar a ser salvado de sus propios progenitores. No por haber nacido con una magia con la que sus "padres" no sabían lidiar.

Entonces, entre el meditabundo silencio que caía sobre nosotras como una gruesa tela, sentí como un aguijón se clavaba justo en la marca de mi cuello. Yo no la había tocado, en realidad nadie lo había hecho, pero algo presionaba mi cicatriz con fuerza. No era el tacto humano de un dedo, ni la presión furibunda de la magia, era más bien como una sensación que acampaba bajo mi piel. Como si no fuese más que nerviosismo.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora