CAPÍTULO XX

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KEELAN GRAGBEAM.

Habían pasado algunos días, no sabía cuántos. Hacía ya mucho que no los contaba. Eso solía hacerlo Éire, quien hacía recuento con sus dedos de cuántos días nos separaban de aquella noche en la que la niebla lo cubrió todo y el aminqueg emergió. Cuando se equivocaba, cuando creía que no hacía tan poco tiempo, volvía a contar.

Una y otra vez. Una y otra y otra vez. Hasta que yo me tumbaba a su lado y la ayudaba a hacerlo de nuevo. A mostrarle que sí. Que era cierto.

Que tan solo habían pasado, si hacíamos un recuento aproximado, tres semanas. Tres semanas desde que habíamos escapado de Aherian. Debía de ser, más o menos, el veintitantos de Julio.

Pronto sería agosto. Pronto acabaría el verano y en Zabia se haría el recuento de alimentos recolectados para el otoño y el invierno. Pronto empezarían las fiestas que alumbrarían con farolillos cada aldea sureña, que alancearían sobre el luto del reino un grito de euforia, celebrando la cosecha de mi reino. Pronto se celebrarían fiestas después de la muerte de mi padre. Después de la muerte del rey.

Y a nadie le importaría. Porque Miriela, aquella vanidosa mujer, ondearía la bandera en un carruaje hecho de piedras preciosas mientras se paseaba por el reino y lanzaba lingotes de oro. Porque ser reina le quedaba demasiado grande; sin embargo, a mí no. A Symond no, pero él estaba muerto, y yo ni siquiera estaba ahí.

Yo no estaba.

Aún recordaba como por estas fechas, en Iriam, se recolectaba el diezmo anual en las puertas del templo más cercano, donde los sacerdotes aceptaban ese pago cómo suficiente para comunicarle al rey que podíamos seguir habitando su reino.

Aunque, había veces, que aquel diezmo no podía ser pagado, y los soldados entraban en las casas de aquellas desdichadas personas a mostrarles como siempre había algo con lo que pagar. Tras eso, muchos desearían no haber llegado vivos al día del diezmo en Iriam.

Parpadeé, ojeando como en el horizonte se plasmaban las altas cordilleras iriamnas, con sus cúspides bañadas en nieve y con sus faldas trazando los ríos más gélidos del país, desembocando en unas playas que contaban con tanta sal que flotabas aún sin hacer esfuerzo. La gente decía que aquellas playas eran como termas calentadas por Elementales, y que con un solo dedo en sus aguas podías resucitar a todo un ejército al sentir su tacto. Como polvo de estrellas entre tus manos, como la luminiscencia más absoluta en la punta de tu dedo, como un mar de piedras preciosas convertidas en densos líquidos: vibrantes, relucientes, de tacto único.

Decían que las costas de las aldeas iriamnas eran cálidas, mucho más cálidas que en Helisea, y que el agua con aquellas propiedades salinas soltaba remolinos de vapor que podías ver desde leguas atrás. Además, contaban los rumores, que aquella parte del mar de Vignís era la única que te dirigía a unas islas sin nombre, donde sus habitantes eran monstruos con máscaras tapando sus malformados rostros, y alas en lugar de largos brazos.

Aún recordaba aquel día del diezmo tres años atrás, cuando estaba a punto de cumplir los dieciocho igual que ahora lo estaba de cumplir los veintiuno. Recuerdo el bullicio, los cánticos de los sumos sacerdotes, y la mirada triste de mi madre mientras intentaba rogarle por piedad a la tríada.

Aún así, ni yo ni nadie en mi familia encontró piedad ese día.

¡Oh! He pensado que hoy en el mercado podría negociar con ese pirata tan apuesto que asegura vivir en las islas sin nombre, y darle uno de mis libros a cambio de alguna joya proveniente de allí.

¿Por qué haría eso, si pudiese saberse, Ellie? — le dije a mi hermana, apoyándome en el marco sin puerta de su habitación, donde pilas y pilas de libros polvorientos que yo había conseguido para ella convertían aquella habitación — si no fuese por la cama — en una biblioteca.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora