ÉIRE
—Tengo malas noticias, prima —comentó Nyliss, retorciendo los mechones que escapaban despreocupadamente de su moño despeinado —. La han encontrado tratando de escapar, como dijiste.
Humedecí mis labios, pasando por alto el aguijón que se clavó entre mis pechos. Mi estómago dio un vuelco, y no supe identificar si se trataba de la ausencia de comida que lo sacudía, o del propio sentimiento de traición.
—Bien, que la lleven al centro del campamento —demandé, sin siquiera girarme a mirar a Nyliss —. Y trae a Audry inmediatamente.
—¿Al comandante? ¿Para qué? —preguntó, ceñuda. Giré mi rostro en su dirección, procurando que no viese mis uñas mordisqueadas por la histeria.
Iba a responderle rápidamente, pero entonces mi mirada cayó en sus caderas. O, más concretamente, justo en las armas que aguardaban allí. Reconocí una de ellas en ese mismo instante. El brillo tan característico del metal lustroso que no envejecía, la empuñadura plateada y tersa, sosteniendo una hoja fina y puntiaguda, forjada por los mejores herreros de Zabia; los relieves de filigrana que se trazaban cuidadosamente en el mango, casi ocultos entre los reflejos cobrizos de bronce.
—¿De dónde has sacado esa daga?
Nyliss ni siquiera se detuvo a seguir mi mirada. Al parecer, sabía a qué me refería.
—La encontré.
—Esa daga... era mía. Me deshice de ella —repuse. Ni siquiera supe cómo había llegado a manos de la mujer frente a mí. Se suponía que el cauce del río la llevaría hasta el mar, y allí se perdería en la inmensidad misma de este.
Pero ahora... la tenía Nyliss.
Mi prima tan solo se encogió de hombros, con una pequeña sonrisa divertida danzando en sus labios cremosos, pintados con una capa de labial.
—Qué casualidad —admitió ella, pero su tono no parecía sorprendido, más bien extrañamente sereno —. Traeré al comandante, entonces.
Dejé que se marchara. Al fin y al cabo, no podía detenerla por un motivo tan estúpido. Había sido una casualidad, nada más. Quizá una daga parecida, hecha por el mismo herrero y en la misma forja, o tal vez incluso podía haberse topado con la daga en las orillas del río.
Pensar en otras posibilidades que implicaban historias enrevesadas o traiciones inesperadas, era sencillamente una pérdida de tiempo.
Así que esperé impacientemente a que Audry entrase en mi tienda. Ojeé las tazas humeantes sobre la mesa, olfateando su olor almizclado justo bajo la punta de mi nariz. Tomé una escueta y temblorosa bocanada de aire, deteniéndome a ojear la humedad que calaba en las telas del suelo, justo en una esquina cercana a mí. Era el vino que había derramado antes.
Y me sentí tentada a acuclillarme al lado, aunque fuera solo para observar las gotas carmesí más de cerca. Aunque sintiese como mi boca se hacía agua y mi cuerpo era recorrido por un escalofrío.
No. Lo hago por mí, y no me defraudaré de nuevo.
—¿Qué querías? —Audry entró en la tienda, con los brazos cruzados sobre su pecho y una mirada que distaba mucho de la simpatía. Ni siquiera intenté parecer desconcertada, era más que evidente qué le había fastidiado: la orden de acabar con los cultivos en Iriam.
—Hay una bebida para ti. Siéntate y habla conmigo.
El comandante frunció ligeramente el ceño, pero no rechistó. En menos de unas cuantas zancadas estuvo sobre la silla de mi lado, con la espalda erguida y los hombros cuadrados, inesperadamente alerta.
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Reino de mentiras y oscuridad
Fantasy•Segundo y tercer libro de la trilogía Nargrave. Éire Güillemort Gwen había huido de Aherian tras aquella traición con Keelan, Audry y su nueva criatura acompañándola en su viaje para reclamar aquella corona. Gregdow seguía siendo tan oscuro como s...