CAPÍTULO LIII

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ÉIRE

Entre la oscuridad, entre la niebla que no tocaba a nadie, había un trono. Un trono hecho con los huesos de nuestros enemigos. Un trono hecho con venganza y sangre.

Gianna estaba a su lado, tocando el respaldo de este y dándome paso a sentarme sobre él. Yo retuve un suspiro.

Por fin, quise decir. En cambio, solo toqué el lechoso hueso del brazo del trono y lo sentí contra mi piel. Cerré mis ojos y dejé que aquella sensación de victoria me embriagase.

Este era mi trono. El trono por el que tanto había luchado. Era enorme y monstruoso, imponía a quienes lo mirasen, y ese era el preciso sitio donde debía sostenerme. Donde debía sentarme.

Entonces, me dejé caer sobre él y dejé escapar una escueta respiración. Gianna me sonrió, con su cabello cobrizo y desaliñado trazando una extraña forma tras ella, y en sus ojos brilló el orgullo más puro.

—Conseguiste lo que yo no, majestad —dijo el espíritu, tomando mis manos sobre los brazos del trono —. Y por eso es mi hora de irme. Perdona por dañarte, Éire, pero sabes lo necesario que era para nuestro pueblo que surgiese una soberana como tú.

La miré con fijeza.

—No pidas perdón por dañarme. Los que lo hicisteis me forjasteis y ahora soy inquebrantable.

Gianna asintió y dejó un beso en mi frente. Al hacer contacto con mi piel, su piel empalideció y su expresión se suavizó. Fue como...  si se liberara. Como un alma en pena llegando al más allá.

Ella me dedicó una suave sonrisa y se alejó.

—Un placer conocerte, hechicera de las bestias. Ha sido un camino interesante a tu lado —afirmó —. Y gracias por...  liberarme.

Su sonrisa fue sincera cuando me miró. Esta vez, sí parecía aquella mujer que vi en la visión de Serill. Cuando vi cómo comenzó la guerra de los seis reinos. Parecía en paz.

Poco tardó en convertirse en parte de la niebla. Pero, esta vez, era de un tono ceniciento y ceniza, se enroscó con el viento y desapareció por el cielo.

Y, entonces, allí sentada y en silencio sentí que este era el final de mi aventura. Sentí que por fin había encontrado mi lugar. Quizás no el más feliz. Desde luego, no idílico, pero era mi lugar. Era mío.

Para como habían acontecido las cosas, al menos no estaba muerta.

En algún lugar entre la niebla, vi una silueta que se acercaba. De inmediato supe de quién se trataba. Aún así y, con más razón, no me levanté del trono para enfrentarle.

—¿Eres la hechicera de las bestias? ¿Por fin? —Él se rio descaradamente frente a mí —. Nunca pensé que llegarías a serlo.

—¿Y tú? Pobre niño echado de sus tierras. Tuvo que ser una tragedia ver cómo mataban a tus padres y no poder hacer nada. Solo huir como un cobarde y esconderte durante años haciendo...  ¿qué? ¿Esperarme para tratar de añadirle emoción a tu miserable vida? —Esta vez, fui yo quien se rio —.  Puedes mostrarte cómo eres, eres igual de repugnante con esa apariencia.

—Deberías mantener tu boca cerrada si quieres conservarla, Éire Güillemort.

—Su majestad para ti —le advertí.

—No conseguirás vencernos sin tus bestias.

—¿Quieres comprobarlo? —Entonces, de mi mano surgió un haz de colores grisáceos y lo lancé contra él con un habilidoso movimiento. No pudo apartarse, así que arrastré con la punta de mis dedos aquella magia que lo sostenía y lo mantuve postrado frente a mí, con la cabeza gacha y rozando el suelo, apenas sostenido por sus codos y rodillas —. Yo creo que esta guerra está vencida ya, usurpador.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora