CAPÍTULO XLVIII

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LUCCA.

—Siempre me he preguntado cómo vivisteis el éxodo en Iriam. No me puedo ni imaginar lo que es vivir una masacre en tu propio reino…El tener que irte sin nada más que tu cuerpo, si es que al menos sigue intacto.

Levanté la mirada de aquel libro que estaba ojeando hacia Audry. Era ni más ni menos que uno de los pocos bestiarios que se escondían en las estanterías de la enorme biblioteca. Por lo que sabía, solo existían tres bestiarios en Nargrave. Cada uno actualizado con las nuevas criaturas que iban creando los hechiceros de la casa Razha cada año. Por razones obvias, no se había vuelto a escribir ninguno más tras las supuesta extinción de aquellos hechiceros.

Suponía que ahora que Éire estaba viva, alguien tendría que documentar sus monstruos.

—Fue…Ni siquiera sé qué palabra utilizar sin que sea un eufemismo. Como es lógico, no es algo fácil ver cómo matan deliberadamente a personas inocentes tan solo por poder. Ver cómo matan a…niños, a tus seres queridos; ver cómo intentan matarte a ti. El sentirte hambriento, solo en unas calles hechas escombros, el aprender a sobrevivir en lugar de a vivir. Y siendo tan joven criarte entre violencia… eso marca un antes y después. Te obligan a crecer, a matar al niño que deberías ser…Te obligan a luchar, sea como sea que sepas. — Tragué saliva duramente y dejé aquel tomo sobre uno de los tantos escritorios de arce. Audry y yo habíamos venido a la gran y privada estancia repleta de libros del duque para intentar averiguar qué había atacado a Éire y Keelan. Aún así, en la primera y tercera actualización no parecía encontrarse —. El problema está en que los reyes creen que son invencibles desde sus enormes tronos, tras sus murallas y sus paredes de piedra, con todo un ejército respaldándoles. Ellos se piensan que son los únicos afectados en las grandes guerras, y que sus súbditos no son más que daños colaterales. Y ahí es cuando radica el gran problema: cuando la ambición se superpone ante la empatía.

La mirada de Audry se bañó en compasión. Extendió sus brazos sobre la mesa, rozando mis dedos con los suyos, dedicándome una leve sonrisa tranquilizadora.

—Al menos, ahora intentamos evitar eso. Intentamos evitar que se extermine la magia y a sus portadores. Estamos salvando a mucha gente, Lucca, y estoy muy orgulloso de todos nosotros por ello.

Chasqueé la lengua casi inevitablemente, pero, aún así, apreté mis dedos en torno a los del castaño. En mis pocos años de vida había recorrido muchas ciudades, había mendigado y había tenido que huir, mentir y echarle la culpa a otros para sobrevivir. Llegó un punto de mi vida en el que pensé que ya no quedaba bondad…sino que ya sólo existía el interés propio; sin embargo, Audry me había devuelto las esperanzas de que aquello no fuera así. De que, tal vez, había más gente como él.

Más gente que sería capaz de sacrificarse por un bien mayor. Más guerreros que no destacasen por su fuerza, sino por querer verdaderamente salvar vidas.

—De una forma u otra, habrá guerra. Morirá gente. Ninguna opción es buena. No para mí — no pude evitar decir. Dolía decirlo. Dolía ser el único que parecía aceptar que la decisión de Éire no era blanca, y que la posición de Eris tampoco era completamente negra, sino que más bien…ambas eran grises. Ambas tenían sus motivos, ambas querían salvar a gente matando a otra. Y tener que elegir qué personas merecían vivir y cuales no…eso no sonaba justo.

Audry acarició mi pulgar suavemente con su dedo índice. Su sonrisa no titilaba, y sus ojos avellana parecían brillar con una intensidad abrumadora.

—Debemos confiar en que Éire tiene un plan. Debemos confiar en que ella podrá evitar la guerra, y que así no morirá ni un solo inocente.

Yo asentí, pero, pese a eso, no estaba demasiado convencido. Había tantas cosas que podían salir mal, tantos cabos sueltos, tantas dudas y tantos riesgos, que inevitablemente el plan hacía ascuas por muchos lados.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora