CAPÍTULO IV

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ÉIRE

Estaba fuera de la cabaña, con una impresionante migraña y con aún más ganas de darle un trago a esas hierbas somníferas. Las náuseas no habían rebajado, y el dolor muscular junto a los repetitivos bombeos de mi corazón llevaban dos días acaparando todos mis pensamientos.

Audry había sido quien había insistido en salir a dar un paseo por las altas hierbas, justo por la vereda que llevaba a Thart. Finalmente, tras pucheros con sus labios y ruegos con sus manos unidas, Keelan había accedido a acompañarnos. Según él, tan solo había dicho que sí para comprobar que el terreno era seguro.

Aunque, por lo que nos habían dicho Amy y Gerald en nuestra comida de hoy de sopa de cebada, pese al río Ágocav que se deslizaba por las montañas de estos terrenos y desembocaba en el mar de Vignís — en zona Iriamna — no había ni un solo pulvra alrededor. Ya que la gente de Thart había descubierto que ciertas plantas les producían repugnancia. Justamente, una de ellas era una de las tantas camelias que tenía el matrimonio alrededor de su cabaña.

—Entonces, Keelan, ¿este es el movimiento? — preguntó Audry, tomando el mango de la espada con torpeza frente al príncipe, mientras yo mordisqueaba una manzana sentada sobre la hierba húmeda.

Keelan torció los labios, un gesto que en estas semanas había aprendido que solía hacer cuando algo no le parecía suficientemente perfecto. Sostuvo su mano sobre la de Audry cubriendo la empuñadura de aquella espada tan fina como una aguja para hilar, y colocó la mano derecha del castaño sobre la izquierda.

—Eres diestro, así que nunca tengas tu mano dominante en el mango. Tu mano derecha no es más que el eje para tus ataques, tu mano izquierda, sin embargo, debe concentrar su mayor fuerza en el dedo meñique, anular y el dedo corazón. — Dejó a Audry a un lado, ya sin sostener el peso de la espada del niño, y el castaño casi se tambaleó por el peso repentino del arma mientras Keelan desenvainaba su gran espada ornamentada. El príncipe le indicó que observase, y sus pies se movieron al ritmo del susurro del viento, sus manos manejaron la espada como parte de su cuerpo, sus estocadas ni siquiera parecían violentas. En cambio, eran ligeras, delicadas, casi artísticas.

Se podía deducir a leguas que llevaba años practicando el arte de la defensa.

En su última estocada, cortando la cabeza de un solo golpe a un extraño muñeco que habíamos hecho de paja, Keelan miró a Audry.

—Si quieres ser un guardia real, debes aprender a manejar armas no como un deporte, si no como una forma de salvar vidas.

—También de quitarlas — argumenté yo, tan solo porque me aburría siendo una simple espectadora, mientras ellos practicaban una y otra vez.

El príncipe se giró en mi dirección.

—A veces algo debe morir para que otra cosa permanezca: es ley de vida, o la aprendes o te resignas a no vivirla.

Solté un bufido, y entre tanto, dije — : ¿Te pones filosófico cuando estás atraído hacia alguien, Keelan Gragbeam?

El príncipe ni siquiera se amedrentó, pero a Audry se le enrojecieron los mofletes mientras alternaba su mirada entre nosotros, sosteniendo aún su espada como un peso muerto.

—A ratos — tan solo respondió, lacónico. Tras eso, Audry y Keelan siguieron practicando en aquella vereda de camino a Thart, rompiendo saco tras saco de paja.

« A veces algo debe morir para que otra cosa permanezca, ¿estas de acuerdo? »

No lo sé, pensé en mi fuero interno, sintiendo la fuerte presencia de Gianna justo a mi lado, con sus rodillas rozando su pecho y su largo vestido manchado de cieno.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora