CAPÍTULO XLIX

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ÉIRE

—¡Ojitos! — vociferé, sintiendo como el gélido aire atenazaba mi garganta. Las pestañas de Keelan en mi dirección brillaban por los copos que las cubrían, mientras yo frotaba mis manos e intentaba que la fricción me regalase algo de calor.

Él aún me sostenía pasando su brazo por mis hombros, pero mi equilibrio seguía siendo nefasto, y renqueaba con cada paso que daba.

El hilo que usualmente nos había unido al aminqueg y a mí seguía ahí, pero ya no era cetrino, sino que más bien estaba corroído por la oscuridad. Estaba roído y agrietado, a punto de partirse en dos, apenas con un solo brillo característico.

Pero seguía ahí. Al menos, seguía ahí.

—¡Bicho con muchos ojos! — exclamó el príncipe. Yo choqué mi hombro con el suyo, molesta, pero él tan solo se encogió de hombros y explicó tranquilamente — : Tan solo es un nombre más largo, pero técnicamente es lo mismo.

Bufé, sin querer siquiera explicar porqué no era lo mismo.

—Deberíamos echar un vistazo en la terma. Tal vez esté ahí.

Pero él no sonaba demasiado convencido de aquello, y yo podía deducir fácilmente el porqué: Ojitos no podía aguantar demasiado tiempo bajo el agua. Si estuviese vivo, no debería haber ido demasiado lejos.

Aún así, asentí, y me acerqué aún más a él. Su piel no estaba tan gélida como la mía, sus hebras tizón ahora tenían puntillas alabastrinas, y sus labios apenas tiritaban. Lo contrario a los míos, por supuesto, que no hacían más que eso.

Cuanto más tiempo pasaba en Iriam, más podía asegurar que prefería el calor antes que el frío. Que prefería el sur antes que el norte. Algo irónico, ya que estaba sentenciada a pasar el resto de mis días aquí: con este clima, con esta gente, con estos paisajes.

—Hay algo a lo que llevo dándole vueltas varios días, y es que no tengo ni la más mínima idea de cómo meter en el castillo la carta y el humo somnífero — confesé. Por un efímero instante, mi mente dudó sobre si decir aquello. Pero, casi al momento, me golpeé mentalmente porque aquel…era Keelan.

Simplemente eso: era Keelan. Y aquello era suficiente explicación.

—Desde que llegamos aquí he estado preguntándome cómo es posible que estén tan abastecidos si Thart está hecho cenizas, y con el poblado también lo está la línea de comercio entre los dos reinos norteños —. Su mano enguantada me sujetó con aún más firmeza —. El otro día averigüé que deben de tener algún otro banco. De alguna forma u otra, alguien les está alimentando, pero aún no puedo deducir quien —. Torció los labios, mientras sacudía su cabellera repleta de cristales helados —. El caso es que un carro llega todas las semanas, y lo he seguido lo suficiente como para saber que va hacia el castillo de las montañas. Pasa por Sindorya y cruza La Ladera de Carámbanos hacia las cordilleras, justo todos los comienzos de semana en cuanto el sol se asoma por aquellos árboles de allí. Aún así, no sé de dónde proviene. Desde luego, no de alguien que se considere nuestro admirador secreto.

Observé los árboles que me había señalado con su dedo índice. Eran ciprés de hojas aciculares, nevados de la punta hasta el tronco, espolvoreados en azúcar en polvo y perlados en rocío entumecido hasta convertirse en escarcha. Aquello que me había contado el príncipe era sin dudas algo interesante, no solo porque era una prueba circunstancial de que alguien más debía de ayudar a hurtadillas a la reina, sino porque era una forma sencilla de que unos objetos entrasen en el castillo y pasasen totalmente desapercibidos.

Aunque, si aquel carro no volvería a pasar de nuevo hasta el próximo lunes — mm, justo dentro de tres días —, eso significaba que debíamos de asegurarnos de que alguien de confianza lo escondiese en aquel carro mientras nosotros hacíamos malabares para mantenernos vivos como prisioneros. Y, además, debíamos de conseguir interceptar los objetos antes de que cayesen en manos de un criado para ser examinados y clasificados.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora