ÉIRE
—¿Éire? — Escuché un voz que se entrometía en mi soñolencia, rebotando en la espesa oscuridad que se congregaba tras los árboles, justo frente al lugar donde nos habíamos asentado.
Parpadeé varias veces, y no faltó el bufido que solté mientras me desperezaba sobre las pieles apiladas tras mi espalda.
Si había sido Audry el que osaba despertarme, le haría agazaparse junto a Ojitos durante una larga temporada.
—Éire, acércate — volvió a decir aquella voz, aguda y repentina, haciendo eco en cada recóndito lugar de mi mente, aún cuando ni siquiera había podido mirar sobre mi hombro hacia su lugar de procedencia.
Me giré hacia la oscuridad, donde una niebla ennegrecida como el hollín y tan densa como un mar de acero líquido se enroscaba en las copas de los árboles.
—¡Éire! — gritó. Y, entonces, tan inesperado como el aquel quejido, un pensamiento rodó por mi mente.
Sabía a quien pertenecía esa voz. Yo conocía ese tono tan exasperante y capaz de acobardar a un grupo de ñacús.
—¿Mamá? — musité, temblando ligeramente desde la punta de mis pies escondida tras el cuero de mis botas hasta la última hebra de cabello que caía tras mis hombros, convenciéndome internamente de que aquellos escalofríos eran por culpa de las bajas temperaturas y no por la abrumadora situación.
«Despierta» Escuché el susurro furtivo de la risa de Gianna en mi mente, tan solo un soplo en mi fuero interno y mis sentidos estaban más alerta que nunca. Los gritos de guerra estallaron en mi mente como eco de la voz de aquella hechicera convertida en espíritu, la cual parecía reticente a dejarme en paz.
Solté un siseo, y estuve a punto de golpear mi cabeza contra el suelo hasta que aquella mujer saliese de ella, y así pudiese dejar a la voz de mi conciencia trabajar tranquila. La cual, desde que Gianna había llegado, no hacía más que dormir.
Cosa que, debo decir, no me molestaría hacer por ella.
—¡Éire! ¡Ayúdame! ¡Tienes que ayudarme!
Parpadeé y sacudí mi cabeza, intentando centrarme en mis manos, las cuales mostraban sus palmas desnudas justo frente a mis ojos. Mi uñas estaban mordisqueadas, rotas y echas un asco, pero, pese a aquello, era mejor alternativa que entrar en aquella densa oscuridad.
Yo no era una cobarde, nunca lo había sido, pero si había algo capaz de erizar hasta el último trazo de vello de mi cuerpo, eran estas pesadillas.
«Vamos, despiértate, niña »
Puto espíritu condescendiente, pensé. Aunque, antes de poder decirle aquello en voz alta, una enorme gota carmesí cayó sobre mi zapato.
Solté el aire que había estado conteniendo mientras volvía a ojear mis extremidades. Ahora no estaban desnudas, ni limpias, ni siquiera podía apreciar mis uñas llenas de suciedad: ahora todo era sangre. Un espeso plasma recorría mis manos y caía hasta mis muñecas, manchando la tela de mi túnica, su olor metálico impregnándose en las aletas de mi nariz.
Justo sobre mi lengua, encima de aquel músculo que ahora lo sentía como un peso muerto, parecía haber una moneda de cobre marcando su circunferencia sobre el: porque el olor era taan intenso y pegajoso, taan viscoso y acaparador, que todos mis sentidos se convirtieron en metal ferroso.
—No me iré nunca, aprendiz, aún cuando tu felicidad sea verdadera, yo seguiré aquí atormentándote. Porque no traes nada más que soledad, miserias y muerte, y así te así mismo te recompensará la tríada.
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Reino de mentiras y oscuridad
Fantasy•Segundo y tercer libro de la trilogía Nargrave. Éire Güillemort Gwen había huido de Aherian tras aquella traición con Keelan, Audry y su nueva criatura acompañándola en su viaje para reclamar aquella corona. Gregdow seguía siendo tan oscuro como s...