CAPÍTULO III

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AUDRY.

Desde el matacán de las puertas del castillo se veía casi todo el reino. La noche en la capital era silenciosa. La gente se refugiaba en cuanto el frío era insoportable, y solo algunos cuantos se quedaban deambulando borrachos por los callejones del reino.

Normalmente, no daban problemas. No más que algunas peleas absurdas y algún que otro insulto a la madre del contrincante.

Me gustaba pasar la noche en las alturas del castillo. Era tranquilo y podías vigilar con bastante perspectiva a los ciudadanos. Además, el frío incluso podía pasar desapercibido si encendías un pequeño fuego.

Al principio, fue desagradable. Era el trabajo sucio que le encargaban a los novatos para ahorrárselo a los veteranos que preferían pasar las duras noches de invierno con su familia. Con sus hijos. Con sus esposas. Yo ni siquiera tenía de eso, así que no pude pensar en una excusa suficientemente convincente en su día.

Y lo hice. Después, volví a solicitar la guardia en horas de vigilia. Y, al día siguiente, lo hice de nuevo. Durante un tiempo, yo mismo me pregunté porqué, pero ahora entendía lo reconfortante que era la noche en la capital. Por el simple motivo de que no había nadie.

Ni familias paseando, ni amigos charlando. No había risas ni tampoco besos bajo la luz del sol poniente. No había nada ni nadie.

Nada que pudiese perturbar mi vida.
Porque cada vez que veía a esas personas, por muy egoísta y desagradable que pudiese sonar, quería enroscar mis dedos en torno a sus cuellos y dejarlos sin respiración. Quería que dejasen de hablar. De reír. De quererse.

Porque no era justo. Porque sus ojos brillantes me recordaban a los que un día yo tuve. Me recordaban a mi familia perdida, que nunca me habían querido por quién era realmente, sino por una imagen que sí que les hacía sentir orgullosos.

Esa felicidad reflejada en los rostros de los ciudadanos me recordaba a Keelan. Sus risas. Las mías. Nuestros momentos juntos. La forma en la que sus labios pronunciaron sus últimas palabras. Los sollozos de Éire junto a él.

Sí, sin duda, prefería no volver a ver nunca más a un grupo de amigos siendo felices. No más de lo que yo podría volver a ser.

—Nunca he entendido porqué eliges la guardia de noche. —Bastián se sentó justo a mi lado, echándome una ojeada de soslayo. Yo me encogí de hombros y continué afilando mi espada con la puntiaguda piedra que había recogido justo antes de subir a la muralla.

—Me permite pensar.

—He oído que también vas a hacerle visitas nocturnas a cierta mujer. —Él tragó saliva, clavando su intensa mirada en mí. Pese a todo, no reaccioné de ningún modo visible.

—Lo hago.

—¿Por qué?

—Es el único momento en el que siento que vuelvo al pasado.

Él palpó mi hombro, mirándome con comprensión. Bastián y yo habíamos tenido buenos momentos, habíamos entrenado y bebido juntos.

Era mi amigo, pero no nos conocíamos demasiado.

—La quieres, ¿cierto?

—Es como mi hermana. Haría lo que fuera por ella. Siempre ha sido así y siempre lo será.

—Bien, porque está reuniendo un ejército.

En ese momento, detuve el movimiento de mi arma contra la piedra.

—¿Qué has dicho?

Él esbozó una sonrisa.

—La hechicera de las bestias está reuniendo un ejército para marchar. No sé a dónde —confesó —. Pero la reina misma reunirá parte de sus guardias para Éire Güillemort. No se supone que deba decírtelo, pero sé que querrías formar parte.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora