CAPÍTULO L

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ÉIRE

Me gustaba la adrenalina y adoraba el sentimiento trepidante que atenazaba tu garganta minutos antes de comenzar a luchar.

Aunque aún no era el momento, estaba emocionada, excitada. La celebración de la víspera del último día se mantenía en pie. Se tenía que mantener en pie si quería a mis hombres esperando gloria y sabiendo que la conseguirían. Si los quería motivados y no desanimados y asustados, la celebración y todas las actividades ceremoniosas que conllevaba debían mantenerse en pie.

—No quiero corsé, Cala. Busca algo ligero, pero de un tono azul reluciente. Ese será el color de nuestro reino: el color de la gloria y la tranquilidad. El brillante color de la victoria. —Ella asintió y rápidamente rebuscó en mi cómoda. No sabía si encontraría algo, pero sí sabía que debía haber más ropa de la que yo imaginaba, ya que Cala había terminado de llenar aquellos cajones con majestuosos vestidos y túnicas de botones brocados de la suma sacerdotisa.

Tardó menos de lo que esperé en encontrar un vestido acorde a mi descripción. Por un momento, el destello de un recuerdo me abrumó. Ese vestido se parecía tremendamente al que llevé aquella noche: la noche en la que maté a Idelia, a mi madre.

Aún así, procuré mantener aquello alejado de mi mente y mis labios se abrieron en una enorme y preparada sonrisa.

—Exactamente como lo quería. —Asentí, dando de nuevo mi aprobación. Cuando el vestido cayó por mi cuerpo, sentí las capas de tul de la falda moviéndose al vaivén de la brisa que entraba por la ventana. El cuello era recto y apretaba mis hombros, haciendo un corte perfectamente lineal hasta mis brazos, donde se sostenía el escote por unos finísimos tirantes de seda. Rodeando los tirantes, había unas abollonados trozos de tul que, progresivamente, se pulían por todo el cuello del vestido. La tela no brillaba por diamantes ni por trocitos de piedras preciosas, era sencilla y de un color ópalo azul, pero en sí mismo el color se lucía solo. Era como esa piedra azul y redonda, pulida y brillante, de tantos tonos luminosos que podrían formar una constelación.

Cala asintió tras de mí, mientras me miraba sobre mi hombro frente al espejo de cuerpo entero. Su mirada me decía todo lo que tenía que saber: parecía una verdadera reina, con toda la elegancia que eso debía conllevar. A mí, sinceramente, me hubiese encantado enfundarme en cuero y cambiar este incómodo calzado por mis botas; sin embargo, la simbología era importante. Que me viesen como una reina y no como una guerrera más era importante.

Cuando me senté en el tocador para dejar que Cala pasase aquellas cerdas del cepillo por mi cabello ahora tizón, ella decidió abrir la boca:

—Espero que todo acontezca como deseas, Éire. Y, sobretodo, quería decirte que tras este tiempo te he llegado a considerar casi una amiga para mí y te agradezco que me hayas brindado tu amabilidad, un hogar y un propósito.

Yo sonreí y la miré a través del espejo.

—No digas cosas que antes no dijiste por miedo a no poder decirlas más. Esta noche todo acontecerá como debe y tú formarás parte de mi corte, Cala. Has sido una buena compañía para mí y te lo agradezco. No cualquiera me hubiese soportado sin siquiera maldecir en los momentos en los que estuviste ahí para mí.

Ella ensanchó su sonrisa, casi orgullosa y agachó su cabeza justo antes de continuar cepillando mi cabello.

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La noche se acercaba y, con ella y la oscuridad abrumante que conllevaba, la fiesta avanzaba. La salvia, las hogueras y el musgo sobre el filo de las espadas se habían acabado, porque ahora todas aquellas armas estaban apiladas en el altar a los dioses del templo. Justo frente a las estatuillas de la tríada, que sin mostrar rostros ni cuerpos definidos, tenían una postura característica que los diferenciaba.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora