ERIS
No había soltado las riendas de mi caballo y con mi espada curvada como una hoz sesgaba las cabezas sorprendidas de mis enemigos. Yo ya no era una de ellos. La magia que poseía estaba adormecida y no la despertaría nunca.
Mi madre me había enseñado a luchar. Era una mujer salvaje, peligrosa, de alma libre y feroz. Cuando se fue, custodiando nuestra casa, una parte de mí murió con ella. Ashania era parte de mi familia, todos los Minceust lo eran. Ese había sido mi apellido durante años. Pero ahora todos estaban muertos, menos Cade, y lo encontraría. Le rescataría.
Tuve que resurgir Iriam de sus cenizas, hacer contactos donde solo veía a hombres de miradas lujuriosas, tuve que vender mi cuerpo para conseguir suficiente oro para unos cuantos mercenarios, recorrí Nargrave buscando iriamnos que hubiesen sido parte del éxodo. Dediqué mi vida, mi cuerpo y mi alma a esto. Abandoné mi cordura por esto y no podían arrebatármelo así. Con esa facilidad.
En ese instante, el cielo se cubrió de una gruesa capa de niebla, mucho más intensa e inmensa que la fina niebla que antes nos separaba del resto del bosque.
Gruñí con fuerza al notar cómo el dolor me doblaba. Miré tras de mi y vi a más guerreros caer. La niebla ya no solo nos cubría a nosotros, avanzaba más y más allá, en dirección a la capital.
No puede hacerlo, me convencí. Pero claro que podía, por supuesto que esa zorra podía. Se creía con el derecho sobre los iriamnos cuando yo había sido la que había ayudado a mi pueblo, cuando yo les había dado un hogar. Y, mucho menos, tenía el derecho de matarlos. De desperdiciar sus vidas como si no fueran nada. Eran personas, por los dioses.
En ese instante, una sombra se hizo paso entre las brumas. Aparté la niebla como si fuera humo, pero me quemó; sin embargo, esa persona avanzaba como si la niebla le dejase el paso libre.
—Por fin cara a cara, hermana —se burló. Entonces, vi a un pequeño kolbra aferrado a su hombro y tragué saliva duramente. Si los monstruos estaban aquí...
Pero aquello dejó de ser importante cuando vi a Éire con claridad. Ya no era una mujer, era parte de ellos. Era una persona de piel cenicienta y ojos negros e insondables. Hebras prietas recorrían todo su cuerpo hasta adentrarse en sus labios, los cuales no eran mas que una fina línea color ceniza. Sus uñas, en lugar de estar recortadas, eran largas y filosas como unas garras. Su cabello era oscuro y mucho más voluminoso y largo, hasta llegar a sus caderas.
—Éire, crea tu propia corte en Gregdow. Podemos firmar un tratado de paz, pero Iriam es mío.
—¿También lo es para matar a mi gente?
—Sois peligrosos, pero si os recluís en el bosque...
El kolbra gruñó casi al mismo tiempo qué Éire.
—Tenemos que cobrarnos una deuda —dijo ella.
Yo parpadeé.
—¿Una deuda? ¿A qué te re... ? —Entonces lo entendí. Dijo que destruiría Iriam hasta los cimientos y era lo que estaba haciendo. Pero no... No tenía sentido —¿Por qué no hacerlo desde el principio?
—Quise comportarme bien. Quise gobernar, pero ahora me he dado cuenta de que no es mi sitio para hacerlo. De que esas personas no son ni serán parte de mi pueblo. Así que... se acabó mi piedad, aunque el juego ha sido divertido.
—¿Qué juego? Esto es una guerra —afirmé.
Ella rio por lo bajo.
—Si tú lo dices... , yo solo lo veo como una partida de cartas.
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Reino de mentiras y oscuridad
Fantasy•Segundo y tercer libro de la trilogía Nargrave. Éire Güillemort Gwen había huido de Aherian tras aquella traición con Keelan, Audry y su nueva criatura acompañándola en su viaje para reclamar aquella corona. Gregdow seguía siendo tan oscuro como s...