GIANNA RAGNAC.
Dos décadas atrás.
Rauthier Güillemort nos había declarado la guerra abiertamente, alegando que nuestros monstruos, supuestamente, habían violado los límites del tratado y se habían adentrado en las fronteras de su reino. Ahora, el rey iriamno había llamado a sus portaestandartes para comenzar una guerra sangrienta y terriblemente devastadora.
Aherian no podía ayudarnos por el juramento que llevaba siglos y siglos atando a su dinastía con los Güillemort, Helisea parecía demasiado interesada en la línea sólida de comercio que trazaba junto con Iriam: así que prefería mandar a sus pocos soldados con el rey Rauthier; Draba ni siquiera había respondido a todas mis cartas, y Zabia, al parecer, iba a ser el único en brindarnos parte de su ayuda.
El rey Symond, justo frente a mi escritorio, me sonrió ligeramente.
—Gianna, sabes que tienes todo el apoyo del sur. Draba me ha mandado suficientes fuerzas como para poder soportar este ataque. Creo que ni siquiera será necesario que utilices la…
—Tengo que hacerlo. Si algo saliese mal, si algo… —Tragué saliva a duras penas, e intenté continuar, aún con la voz levemente temblorosa —. Si algo me pasara, si alguien exterminara a mi reino, la Casa Razha quedaría sin descendencia. Mi reino se compone de todas las casas y dinastías existentes de hechiceros: todos nobles, cada uno con su propia guardia y escudo, pero yo les protejo a todos. Porque eso es lo que ha hecho la familia Ragnac durante milenios, y no puedo permitir que se queden sin una soberana. Sino pudiera ser yo, y tampoco ningún hijo mío, será alguien que nazca y se cree de mi magia.
Symond frunció el ceño, y dio un paso en mi dirección. No me moví, y esperé pacientemente a que él se acercara. Y, en cuanto lo hizo, rodeando mi enorme escritorio de alerce, dejé que posase su mano sobre mi hombro desnudo, apenas tapado por un fino tirante aciano de damasco de seda.
—Si haces eso, ningún hijo tuyo podrá poseer tu magia, Gianna. Te arriesgarías a no tener herederos, te arriesgarías a que la dinastía Ragnac desaparezca para siempre.
Humedecí mis labios, e intenté controlar el temblor que me hacía trastabillar en cada movimiento. Un nudo se había enredado en torno a mi corazón, engarzado en sus ventrículos, inhibiéndole de la capacidad de latir con normalidad, inhibiéndome de la capacidad de retener las lágrimas por más tiempo.
Sabía que este sería mi último día: el último día de la dinastía Ragnac, hiciese lo que hiciese, por mucho que Symond orase a cada rato mi destino estaba sellado, y nadie era más poderoso que los dioses.
Porque Serill, una elaboradora y clarividente que era fiel a Gregdow y que ahora estaba espiando al rey Rauthier, me lo había confesado. Ella tenía un estrecho vínculo con el rey iriamno, ya que había estado allí gran parte de su infancia junto con su hermana pequeña: Idelia Gwen, una mujer a la que muchos preferían no tener cerca.
Y yo me incluía entre ellos.
—No lo entiendes, Symond. La vida, aquí en Gregdow, no es como en Zabia. No importa mi dinastía, no importa mi casa, no importa mi familia: importa la magia. Y no podemos dejar que una magia se extinga por completo, porque eso traería un desequilibrio jamás visto. Nuestra magia se alimenta del bosque, y el bosque de nosotros, así que mientras haya un solo Razha vivo, seguirá quedando magia Razha en Gregdow. Por eso, si no quedase un solo creador de monstruos vivo sobre la faz de la tierra, las criaturas huirían del bosque y masacrarían Nargrave al completo. Sé con certeza que acabarán con cada una de las personas de mi casa y portadoras de mi apellido, y por eso debo conservar mi magia en algún recipiente mortal.
Symond soltó un suspiro, para nada convencido de aquello, pese a mi extensa explicación.
—¿Los dioses te han relevado quién será?
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Reino de mentiras y oscuridad
Fantasy•Segundo y tercer libro de la trilogía Nargrave. Éire Güillemort Gwen había huido de Aherian tras aquella traición con Keelan, Audry y su nueva criatura acompañándola en su viaje para reclamar aquella corona. Gregdow seguía siendo tan oscuro como s...