ÉIRE
Los kolbras aleteaban sus alas como moscas dando vueltas alrededor de una deliciosa comida. Alas puntiagudas, alas que podrían matarte si te daban en el lugar indicado. La piel permeable y rodeada de glándulas mucosas de aquellas diminutas criaturas relucía desde nuestra posición con un débil verde por color. Sus puntiagudas orejas y su picuda cabeza apenas se apreciaba desde aquí, mientras rodeaban a aquel niño, incluso dejándose caer con delicadeza sobre su regazo.
Y lo más sorprendente no era ni siquiera eso.
Era que sus alas que eran como cuchillas translúcidas no le hacían nada. Que aquel tal Cade parecía inmune a sus armas, que tan solo parecía un pequeño niño jugando con seres feéricos y amables que pululaban en torno a él.
Y yo, a pesar de no haber visto nunca a un kolbra cara a cara, había escuchado historias terroríficas de cómo en colonias atacaban aldeas enteras y con sus alas manchadas en sangre masacraban familia tras familia.
Así que aquello que estaba viendo era imposible... Imposible, hasta ahora, al parecer.
Di un paso hacia aquel claro, pero Asha me detuvo colocando su mano sobre mi hombro.
Me giré en su dirección casi de inmediato.
—Aún no. No con Cade ahí. —Fue lo único que dijo, dando un paso atrás y dejando que la mano que había colocado en mi hombro quedase a un lado de su cuerpo de nuevo. Retrocedió un paso y asintió hacia un árbol, pidiéndome silenciosamente que la acompañara a esperar.
Y lo hice. Me senté justo a su lado contra ese árbol.
—¿Cómo es posible? —le pregunté sin siquiera mirarla. Había posado la vista en el cielo instantes antes y apenas la había movido de allí. No estaba amaneciendo, era más bien mediodía, pero, a pesar de eso, los tonos tostados y pasteles bailando sobre mí me trajeron recuerdos de Keelan y de mí de camino a Aherian. De nosotros juntos, sobre una colina, sentados exactamente como Asha y yo.
La mujer pareció tragar saliva.
—No lo sé. Él nació así, justo como lo ves. Un día, cuando él apenas tenía tres años y yo llevaba una década recorriendo el norte de Nargrave con cachivaches en un carro, pasamos por un terreno cercano a Gregdow. Y antes de siquiera poder hacer recuento de mi mercancía, nuestro carro fue golpeado por kolbras hasta que él salió a juguetear con ellos. Justo como si fuera una criatura más, como si se hubiera extraviado y yo le hubiera apartado de su verdadera familia. De ellos.
Su mirada relució en tristeza, casi como si se sintiera culpable de aquello: de alejarlo de aquellas criaturas.
—Pero los monstruos... Los monstruos no sienten ni padecen, ¿cómo van a echar de menos algo? —le dije, ojeando como sus labios se crispaban y su mirada procuraba no apartarse de un retazo de hierbas que debía de haber encontrado irremediablemente interesante.
—Si comienzo a serte sincera, hace años que eso es una incógnita que tengo bastante resuelta. —Ella me miró mientras alegaba —: Sí que sienten, sí que protegen a los suyos. Solo que para ellos nosotros somos las bestias. Porque los estamos masacrando, diezmando, y ya ni siquiera tienen a sus progenitores: a los razha. Ya no les queda nada. Nada además de odio, y el odio no debe ser batallado con odio, y eso es justamente lo que estamos haciendo.
Yo fruncí el ceño.
—Tú misma me has dicho que acabe con esta colonia.
Tras aquellas palabras, Asha se quedó un rato mirando el horizonte, dejándome tan solo observar como sus ojos brillaban por la ausencia de sentimiento y como su pequeña nariz respingona se arrugaba ligeramente.
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Reino de mentiras y oscuridad
Fantasía•Segundo y tercer libro de la trilogía Nargrave. Éire Güillemort Gwen había huido de Aherian tras aquella traición con Keelan, Audry y su nueva criatura acompañándola en su viaje para reclamar aquella corona. Gregdow seguía siendo tan oscuro como s...