ÉIRE
La llama de aquella vela se mantenía firme, no titilaba, no ondeaban sus tonos rojos y amarillos, tan estática que pudo parecer inhumana. Aquella llama parecía fuerte; sin embargo, solo hacía falta apretar tus dedos en torno a su chispa y todo se desvanecería.
Y, aunque pareciese absurdo, me veía muy reflejada en aquella vela: diminuta, en una esquina, aguardando tan solo para serle útil a alguien. Porque, realmente, ahora mismo, yo tan solo era un peón y me estaba dejando mover por otras personas, quienes me empujaban en la misma dirección:
Conseguir aquella corona.
Y aunque sonase tentador tener absoluto poder sobre un reino, tener la vida de tantas personas como hilos de un titiritero en tus manos, cada vez que lo pensaba se veía menos atractivo para mí.
Porque yo no sabría qué decirle a un señor que había perdido su ganado por uno de los monstruos Razha. No lo sabía porque, si aceptaba la ayuda de los Minceust, no podría acabar con aquella criatura.
Y ahora...Keelan...No sabía siquiera qué pensar al respecto. Todo en mi cabeza era una maraña de pensamientos que desaparecían cada vez que pretendía estirarlos con la punta de mis dedos. Como algo inexistente, como un ente que ponía el pie en un peldaño y luego tan solo quedaba un rastro invisible.
Como si nunca hubieran estado ahí.
Además, en mi mente, el hecho de que aquellos monstruos...De que aquellas bestias fuesen humanizadas, hacia que mi estómago diese un vuelco enorme. Pero, si lo pensaba de una forma objetiva, yo misma había defendido a Ojitos y lo había humanizado a tales niveles que ahora lo echaba en falta.
Pero las bestias...Las bestias eran bestias. Y no había más.
Yo misma lo fui desde el momento en el que tomé mi primera vida sin ser en defensa propia. Desde el momento en el que maté a mi madre.
Y las bestias no merecían una corona.
Y de veras que quería retroceder y cambiar de opinión, dirigirme hacia Draba y tomar un navío que me llevase sobre aquel mar azul que aún no había visto. Descubrir monstruos que poca gente había podido tener el placer de decir que los combatió, pelear contra ellos y saborear la sangre y el sudor en la punta de mi lengua.
Pero ahora...Por mucho que pretendiese ser una mujer insensible, no podía evitar pensar en niños como Cade, que probablemente acabasen en una pica si yo no hacía nada.
Porque solo yo podía reclamar aquel trono o morir en el intento de hacerlo.
Entonces, alguien llamó a mi puerta, y aquel momento a solas me dejó con más preguntas que respuestas.
—Soy yo — dijo alguien, abriendo el destartalado trozo de madera que se aguantaba por el marco de la puerta —. Keelan está aún abajo, hablando con Evelyn. Supongo que ahora vendrá.
Una dolorosa punzada en mi pecho me hizo querer darme un cabezazo contra una de las piedras de la pared. No debería sentirme mal...No debería, pero me sentí así, y aquello me hizo odiarme aún más.
Aquella visión se cumpliría. Y yo estaba dando todos los pasos en dirección a ella, como si me dejase comer libremente por una de las dos cabezas de un hambriento cornok.
Porque era estúpida, justo como decía Idelia.
Audry dio un paso dentro de la habitación, y cerró la puerta tras él, observando mi rostro bañado en lágrimas mientras mis rodillas tocaban mi pecho.
Él no se movió, como si no esperase esa imagen de mí, con sus ojos reluciendo en desconcierto. Su cabello estaba húmedo y su túnica se adhería a su aún mojado cuerpo de tal forma que transparentaba el grupo de músculos que había empezado a desarrollar.
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Reino de mentiras y oscuridad
Fantasía•Segundo y tercer libro de la trilogía Nargrave. Éire Güillemort Gwen había huido de Aherian tras aquella traición con Keelan, Audry y su nueva criatura acompañándola en su viaje para reclamar aquella corona. Gregdow seguía siendo tan oscuro como s...