LUCCA
Mojé la punta de aquella pluma en el tintero.
Humedecí mi labio inferior con nerviosismo, y no detuve el balanceo ansioso de mis pies.Cuando escribía ciertas cosas, no podía evitar sentirme expuesto, sensible, quizá incluso angustiado. Fuesen versos explícitamente sobre mí o la narración de los sentimientos de mis personajes. Ellos siempre serían una forma de exponer mi dolor, solo que con otra voz, con unas vivencias modificadas. Pero la raíz del problema estaba ahí: en mi mente. Todo salía de ahí, así que ellos y yo éramos lo mismo.
Por ello, cuando contaba sus historias, sentía que contaba la mía propia. El nudo en la garganta estaba ahí, el peso en el pecho, los ojos a veces incluso llorosos. Cuando escribía cosas así, mi único consuelo era que sabía que nadie las leería, pero ese consuelo era un arma de doble filo porque... nadie las leería. Y aquello, en cierto modo, también dolía. No se sentía bien escribir para no ser leído. Para no ser recordado.
Yo quería ser recordado por lo que escribía, por lo que aportaba, no por un vago recuerdo de mi existencia como persona. No por mi rostro y desde luego no por mi vida. Quería ser recordado por lo que era realmente valioso, lo que me había costado lágrimas y noches en vela, lo que me había arrancado una sonrisa y también un llanto en días que los necesitaba: por mi trabajo.
Por esto mismo que muchas veces sufría, pero que lo hacía con gusto. Porque desvelar lo que sentías de una forma u otra, por muy doloroso que fuese, era sanador. Porque elevar la voz a veces era necesario, y le daba gracias a la escritura por convertirme en una persona lo suficientemente valiente frente al papel como para hacerlo.
Así que ahora, cuando me sentía inmerso en la soledad más apabullante —y no me refería a la habitación a oscuras —, quería sentarme a escribir.
No sabía sobre qué aún, pero era mi deseo hacerlo. Llorar palabras, susurrar versos entrecortados y sangrar con cada queja al aire.Podría hacerlo sobre la guerra, sobre el desamor, sobre el autosabotaje y los gritos de tu raciocinio que te aseguraban airados que no habías hecho nada malo... Podría escribir sobre la familia, o más bien la ausencia de ella; sobre una infancia perdida, sobre las críticas ajenas de tu forma "pesimista" de ver el mundo; sobre la insuficiencia que pudiste llegar a sentir al ver que te sentías celoso, que no eras tan independiente como pensabas...
Podría escribir algo tan triste que casi me dolía pensarlo, pero esa misma tristeza hacía que mis pensamientos se desvanecieran y las palabras que podían haberlo descrito todo tan bien se convirtiesen en marañas sin sentido.
—Joder —maldije, sosteniendo el puente de mi nariz. Mis pies seguían haciendo ruido cada vez que chocaban contra el suelo —. Concéntrate, Lucca.
Pero no podía, no cuando solo la sangre estaba en mi mente. La sangre que había rodeado aquellas paredes de la sala; de una de las salas donde ahora me encontraba: en el templo. Personas habían muerto dentro de esas paredes, y aunque yo no había visto nada, mi imaginación volaba aterradoramente rápido. Imaginaba cada rostro, cada piel cetrina, cada mirada perdida. Y aunque el estómago se me revolvía cada vez con más fuerza, mi mente se agitaba con una fuerza mucho más a tener en cuenta.
No quería volver a vivir una guerra ni la destrucción entera de un pueblo. No quería ver otro éxodo. No quería que ningún niño tuviese que pasar por eso, y me dolía tan profundamente estar en medio de todo eso y verlo tan de cerca.
De pronto, la puerta de mi habitación se abrió con fuerza. Lo primero que se coló en la habitación fueron unas estruendosas risas y algún que otro beso.
Fruncí el ceño mientras dejaba la pluma en el tintero, y me giré en dirección a la puerta. No me hizo falta ver sus rostros para suponer de quienes se trataba.
Eran Audry y Haakon.
Y, aunque la sonrisa de Haakon no menguó al verme, Audry sí que se detuvo en seco.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó Audry. No lo dijo de mala manera, lo que me tomó desprevenido. Solo parecía sorprendido.
—Es mi habitación —respondí —. Debe haber alguna más libre por este mismo pasillo.
—Podríamos compartir esta los tres, sino te importa. Es que ya es muy tarde y no tenemos dónde dormir —explicó Haakon, alternando la mirada entre ambos con una sonrisa de oreja a oreja. Yo no hice ningún gesto que delatase mis pensamientos, pero Audry no ocultó su risa burlona.
—No, gracias. Preferiría dormir a solas contigo.
Haakon se encogió de hombros.
—Era solo para ahorrarnos abrir todas las puertas del templo intentando ver si hay alguna libre.
Además, no creo que sea mala idea, podríamos conocernos mejor todos.Pese a que cualquiera pudo haber dicho que Haakon era estúpido por no ver lo obvio, a mí me parecía dulce. Él simplemente quería pasar una noche agradable sin necesidad de historias extrañas o discusiones.
Audry alzó las cejas, incrédulo, y miró a su compañero como si mantuviesen una conversación a solas y yo no estuviese delante.
—No, Haakon. No voy a compartir una habitación con él.
En ese momento, debí aclararme la garganta intencionalmente. Esto era incómodo e —no quería que sonase demasiado repelente— infantil.
—Oh —murmuró Haakon, como si por fin hubiese entendido algo que antes se lo había escapado —. Bueno, buscaremos y...
—Podrías irte a dormir con Éire, Lucca. Nos harías un favor. —No iba a negar que no me dolió el hecho de que solo me hablase en todo este tiempo para decirme eso.
Sin embargo, solo asentí. Si no quería algo, eran problemas.
—Sí, será mejor que me vaya. —Arrastré la silla y me puse de pie. No me molesté en llevarme aquel pergamino, ya que no había llegado a escribir nada en el.
Cuando estuve delante de Audry, no pude evitar mirarlo durante un instante de más. Estaba decepcionado y sabía que mi mirada lo gritaba abiertamente.
Haakon no tardó en dejarme pasar y salí de allí tan rápido como pude. Cuando la puerta se cerró, casi pude respirar mejor.
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AUDRY
No me había comportado bien. Yo lo sabía y por la mirada de Haakon, él también.
Aún así, no me arrepentía de ello. Era la mejor forma de alejarme de Lucca y, sobretodo, de empujarlo a él también lejos de mí.
—Has sido un verdadero idiota.
—Cállate, Haakon —espeté, sentándome de golpe en la cama.
—No me hables así. Yo no tengo la culpa de nada.
—Quizá no me he expresado bien: he dicho que guardes silencio. —Dejé escapar una bocanada de aire —. Estoy muy cansado. ¿Por qué no te vas a buscar las explicaciones de Brunilda? Ella te ha delatado y yo te he defendido ante Éire. No dirijas tu enfado hacia la persona equivocada.
—¿Por qué ese cambio de tema? ¿Acaso te estás riendo de mí?
—Manipular es la palabra que buscas. Pero no, no me estoy riendo de ti ni te estoy manipulando. Solo me pregunto una cosa, Haakon: ¿Acaso no es duro que la persona para la que siempre has estado te aleje tan fácilmente solo por poder, por subir en el escalafón que ha creado Éire? O quizá no se trate de eso, sino de algo mucho peor: de amor.
—¿Amor? ¿A qué te refieres? —inquirió, con el ceño fruncido. Yo me encogí de hombros y él continuó, cada vez más airado —: ¿A qué te refieres?
—No lo sé... Yo solo tengo sueño y quizá estoy diciendo tonterías.
No tardé mucho en acomodarme sobre la cama, pero al cabo de unos minutos, cuando ya casi estaba inconsciente, escuché como alguien abría la puerta y salía de la habitación.
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Reino de mentiras y oscuridad
Fantasy•Segundo y tercer libro de la trilogía Nargrave. Éire Güillemort Gwen había huido de Aherian tras aquella traición con Keelan, Audry y su nueva criatura acompañándola en su viaje para reclamar aquella corona. Gregdow seguía siendo tan oscuro como s...