ERIS
Ahí estaban, justo frente a nosotros: el ejército de aberraciones. El ejército poseedor de la misma magia que mató a mi madre, que nos mataría a todos. Aún así, como predijo el usurpador de Dave Daggen, mi esposo, no había monstruos entre ellos.
Él sonrió a mi lado, tapando su rostro con una capucha. A mi otro lado estaba Evelyn, con ojos temerosos y los hombros algo encogidos, pero su imagen no importaba. Ni siquiera parecía importarle demasiado al guardia de su lado —Bastián, creía que se llamaba—, que ni le dirigía la mirada.
Tan solo importaba el extenso ejército que nos había ofrecido y un par de millares de caballos que necesitábamos.
Cuando el caballo de Éire, del color de los hollines, se acercó a trote, mantuve la mirada de mi hermana.
Tras ella no vino nadie más, pero sabía todos los que estaban respaldándola. Demasiados hechiceros, gente de Helisea, guerreros de Zabia y suyos propios.
Aún así, no dejé que la longitud de su ejército me amedrentara.
—¿Cómo está Cade? —preguntó ella con aparente inocencia. No se me pasó por alto como aquellas garras obsidianas comenzaban a acaparar su rostro con gruesas garras —. Ah, sino te lo envié, ¿verdad?
Yo bufé, colocando nerviosamente el enorme anillo que se enroscaba en mi dedo índice. Me ponía de los nervios. Era demasiado atrevida e inmadura, casi como una mujer a medio crecer.
—No me gusta que se burlen de mí, Éire.
—No, aquí y ahora no soy Éire —protestó ella, chasqueando su lengua.
—¿Y? ¿Qué eres?
—La hechicera de las bestias.
Yo no pude evitar carcajearme.
—¿De veras que crees que eso es un título? —me mofé.
—Déjame demostrártelo, querida hermana —ella canturreó, sin miedo a amenazarme aún cuando sus guerreros aún se encontraban en la lejanía y los míos, en cambio, a pasos de distancia.
Entonces, el cielo se oscureció. No solo porque la luna desapareció tras unos oscuros nubarrones, sino porque las estrellas se apagaron como llamas al ser sopladas, al acabarse la cera de una vela. La niebla surgió de la tierra, de sus manos, de su cabello e incluso de los propios árboles que nos rodeaban. La niebla se extendió rápidamente, reptó hasta solo dejar un aliento de distancia entre nosotros y ella, serpenteó a órdenes silenciosas justo hasta donde Éire quería. Un dulce trago amargo, una probada de lo que podía hacer, una forma inteligente de infundirnos miedo.
—¿Y tus monstruos, Éire? ¿Hoy no están para salvarte? —inquirí, buscando dañarla de algún modo, pero la niebla que casi nos rozaba, de la que sentía espesa densidad y su apabullante remolino de dolor y agonía, me traicionó y soné más como una niña molesta.
—No los necesito para salvarme esta vez. Creo que ambas lo sabemos.
—Yo no estaría tan segura.
Entonces, su mirada se posó en Evelyn, y no reflejó nada más que indiferencia. No parecía molesta ni indignada, tan solo desinteresada. En ese instante, y cuando menos lo esperaba, la niebla trató de encerrarnos en una enorme cápsula que nos aplastaría a todos, pero Dave fue más rápido. Con una rápida mirada la detuvo. Detuvo a Éire con una facilidad ridícula.
Aún así, ella no parecía asustada o sorprendida, tan solo desconcertada. Miró a Dave, que ahora había dejado de ocultar su rostro en la oscuridad de la capucha, y dijo —: ¿Cómo?
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Reino de mentiras y oscuridad
Fantasy•Segundo y tercer libro de la trilogía Nargrave. Éire Güillemort Gwen había huido de Aherian tras aquella traición con Keelan, Audry y su nueva criatura acompañándola en su viaje para reclamar aquella corona. Gregdow seguía siendo tan oscuro como s...