ÉIRE
—Cala, ¿tienes lo que te pedí anoche? —Salí del pasillo donde se encontraban las habitaciones, mientras terminaba de anudar mi larga capa de pelaje de lobo. Había sido un regalo que había decidido hacerme a mí misma un día que un señor osó desafiarme.
Después de demostrarle que sí que podía vencerle, le quité aquella costosa capa de su frío cadáver.
—Por supuesto, dama. ¿Quiere que le sirva el mismo desayuno de siempre? —Mi tripa rugió al pensarlo. Tocino grasiento y ligeramente chamuscado con un buen vaso de licor; sin embargo, si quería volver a estar limpia, aquella no era una buena opción.
Aún así, mis manos temblaron durante un instante al intentar contenerme. Estuve a punto de murmurar una afirmación, pero tenía que ser más fuerte que la adicción. Tragué saliva duramente, y susurré —: No. Sírveme una buena jarra del agua que recogiste anoche.
Una gota de sudor frío surcó el hueco entre mis pechos, y no fue precisamente por el gélido aire que empujaba las ramas para golpear repetidamente las ventanas sucias.
Cala arrugó la frente durante un momento, pero no se atrevió a cuestionar ninguna de mis palabras. En cambio, trató de pasar cuidadosamente tras la barra, mientras esquivaba los numerosos huesos animales y humanos que rodeaban al aminqueg mientras dormitaba.
Yo me dejé caer en uno de los taburetes frente a ella, y la criada procuró colar el agua de tormenta con un embudo dentro de la jarra moldeada con barro. Ojitos bufó ante el sonido del agua cayendo, y azotó la chimenea con su larga cola para que las llamas se alzasen.
Cuando el calor fue suficiente como para satisfacerlo, volvió a enfocarse alrededor de la chimenea de mampostería.
Unas gotas de agua cayeron fuera del barreno que Cala sostenía. Ella murmuró una disculpa entrecortada y yo simplemente asentí en su dirección. Sabía de sobra que nadie terminaba de sentirse tranquilo alrededor de Ojitos. Lo entendía.
A Keelan nunca terminó de caerle bien tampoco.
—Aquí está. —Cala dejó la enorme jarra sobre la barra —. ¿Quiere que la mezcle con… algo?
Le di un sorbo rápido, y sentí como el frescor caía hasta mi vientre en picado y espabilaba mi cerebro, punzando mis nervios con furor. Un escalofrío me apabulló, energizando mi sangre y diluyendo su espesor para que alimentase cada parte de mi cuerpo con velocidad.
Parpadeé varias veces, notando como el sudor de mis pechos se enfriaba.
—No…Mm... Coméntame qué contenían aquellos papeles que dejaste secar.
Ella humedeció sus labios, mientras se acercaba a la repisa donde estaban amontonados. Habían pasado toda la noche colgando de la chimenea.
Entonces, aclaró su garganta y hojeó el papel de pergamino que ella misma había cosido con hilo —: He pasado la noche en vela intentando entender las propuestas. Aunque la mayoría son pagos aproximados por acabar con distintas jaurías de monstruos que acechan las aldeas. Amenazas de pulvras en el Puerto de los Caídos, dankús en el Monte Verdinegro, quepaks que secuestran niños en Valhiam, cornoks en Güíjar…
—¿Cornoks… atacando aldeas? Eso no tiene sentido. Son seres pacíficos —repuse.
—No lo sé, mi señora. Es lo que dice aquí.
Mordisqueé mi uña, aún mirando a Cala. Confiaba en ella. Al fin y al cabo, su vida estaba en mis manos. Pero, de cualquier forma, era extraño. Sumamente extraño.
Yo misma había comprobado de primera mano que los animales que habitaban en Gregdow estaban en peligro de extinción. Aún así, no podía imaginar a un cornok atacando a una persona. No cuando podía alimentarse perfectamente con una vaca de algún granjero.
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Reino de mentiras y oscuridad
Fantasy•Segundo y tercer libro de la trilogía Nargrave. Éire Güillemort Gwen había huido de Aherian tras aquella traición con Keelan, Audry y su nueva criatura acompañándola en su viaje para reclamar aquella corona. Gregdow seguía siendo tan oscuro como s...