CAPÍTULO I

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ÉIRE

—¿Está todo a su gusto? —preguntó aquella mujer enjuta que se había esforzado en colocar las ramitas de tomillo de una forma determinada. Le eché una ojeada al pollo asado, y el suave olor a carne salada y tostada inundó mis fosas nasales deliciosamente rápido.

Le hice un aspaviento, dándole permiso para que se retirara, y ella se inclinó varias veces ante mí justo antes de echar a correr a trompicones hacia la cocina. Desde que le había sugerido que no volviese a inundar mi taberna de las humaredas de sus comidas, no había vuelto a olfatear ni un solo trazo de carne chamuscada.

Mordisqueé el muslo del pollo, lanzándole la cabeza de ojos lechosos a Ojitos. La enorme lombriz se la tragó casi al vuelo, mientras su estómago rugía insatisfecho. Ya había acabado con todos los ratones del establecimiento, y desgraciadamente Evelyn me había amenazado con el calabozo si volvíamos a montar un numerito como el de hacia un mes.

En mi defensa, Brais nunca me había terminado de gustar.

El silencio de la taberna era reconfortante. No era lo que se consideraba enorme, pero ahora era mía. Mía y silenciosa. Vacía. Tan solo con una cocinera que se aseguraba de traer barriles nuevos todos los días y procuraba que no me faltara ni una jarra de vino.

Respecto a mis amantes, ahora simplemente no tenía. No porque quisiese, sino porque sin salir de aquí era imposible seducir a nadie. Y salir de aquí era algo… simplemente no considerable.

De repente, las puertas del lugar se abrieron repentinamente, provocando que la madera de esta rebotase contra la pared de la entrada. Consecuentemente, yo arrugué el entrecejo.

Todos sabían esta taberna era de mi absoluta propiedad, que me había sido obsequiada por Evelyn tras la masacre que provocó mi aminqueg. También debían de saber que si decidían violar aquella norma tenía absoluto permiso para acabar con quien fuera que osara destrozar mi paz.

Sabía que no era Asha, porque ella solía venir en cuanto amanecía para tomar su pago diario por mantener el cadáver de Keelan intacto, mientras yo…pensaba en un plan viable para que dejase de ser un cadáver. Por ahora, no tenía ninguno. Y, aunque lo tuviera, no tenía las fuerzas para ejecutarlo. Aún así, sabiendo que mantenía su cuerpo conmigo, al menos aún quedaba un resquicio de esperanza. Nimia, pero existía.

Me pareció escuchar como se caía un cazo en la cocina. Tras eso una exclamación y una rápida disculpa que ignoré deliberadamente. Lamí la grasa que quedaba en aquel hueso de pollo, y observé al intruso.

Su pelo era castaño claro y rozaba el lóbulo de sus orejas. Lo tenía más largo —bastante más— desde la última vez que lo había visto. Una pequeña sombra de barba pincelaba su mentón, y su trigueño cuello era surcado por una delgada línea rosada que llegaba hasta su clavícula. Su túnica estaba despreocupadamente mal abrochada, y sus mangas remangadas denotaban como las horas de entrenamiento habían surtido efecto en estos cuatro meses. Sus pantalones estaban ligeramente sueltos en sus caderas, y le quedaban tan largos que rozaban la suela de sus zapatos. Al principio, no le reconocí del todo, pero entonces vi su espada: aquel simple trozo de metal forjado con una empuñadura de latón.

Y supe que era él porque era el único idiota que perteneciendo a la élite de la guardia real llevaba semejante cachivache como arma.

No recordaba exactamente cuando le había visto por última vez. Estábamos a finales de Noviembre…Mm, sí, aquello me sonaba. Y no le veía desde…¿septiembre? Sabía que la última vez que había visto su rostro fue cuando llegamos a Aherian y cada uno tomó su propio camino.

Sí, estaba segura de que ese era el tiempo estimado.

—Éire, tenemos que hablar.

Yo resoplé mientras escondía mi cabeza de nuevo en la jarra de vino espumoso. Sabía que Cala estaba asomada por la rendija de la puerta de la cocina, pero preferí ignorar su presencia. Ya estaba suficientemente asustada como para darle más motivos para estarlo.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora