CAPÍTULO XIII

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ÉIRE

En menos de unos minutos, los cuerpos de mis soldados chocaron contra nuestros enemigos. La espada se sentía ligera entre mis dedos, las flechas de los arqueros tras el puente colgante sobrevolaban nuestras cabezas, y los gritos de guerra inundaron la acústica de la batalla.

A mi alrededor todo se convirtió en borrones sangrientos: caballos que rehuían de la sangrienta escena al galope, sin jinete; personas de ambos bandos que caían con una espada cercenando sus abdómenes; hilos de magia que envolvían sus cuerpos y los apretujaban hasta que cesasen sus balbuceos; ñacús que atrapaban al vuelo a los desertores para hacerlos pedazos y quepaks que deslizaban sus cadáveres dejando tras de sí un rastro sanguinolento.

El metal de las armas no murmuraba, sino que rugía entre las manos de los guerreros. Apreté la empuñadura con fuerza y giré mi arma hasta que pude fácilmente cortar el cuello de un hombre. Este cayó con facilidad sobre sus rodillas y sus labios se entreabrieron con un grito silencioso. Antes de soltar su último aliento, su mirada se clavó sobre mi rostro, tan candente como el atizador con el que Idelia grabó la marca en mi cuello. Ahora sus ojos no relucían más que por la ausencia de vida.

El caballo sobre el que montaba relinchaba, se sacudía bajo las riendas y trataba de deshacerse de su atalaje. Por un instante, estuvo a punto de hacernos caer río abajo, donde las aguas se movían bravas y las rocas brillaban por sus afilados picos. Me esforcé por empujar sus cintas hasta mi vientre, obligándole a parar de sopetón. Entonces, antes de que su impulso me hiciera caer de improviso hacia atrás, pasé mi pierna izquierda por encima de la silla de montaje y junté mis muslos sobre su lomo.

En ese preciso instante, me dejé caer en mitad de la batalla.

Cuando mis botas pisaron los tablones, un muro de llamas estuvo a punto de rozar mi hombro. Salté hacia un lado velozmente, observando como el fuego alcanzaba su objetivo, cerca de donde se anudaban las cuerdas que mantenían sujeto el puente. Este envolvió entre sus garras a un grupo de soldados iriamnos, lamiendo con sus chispas los ropajes de los hombres, convirtiendo en humo los gritos desesperados de ellos. La magia elemental los utilizó como el fuego a los leños en una chimenea: para crecer. Entonces, el olor a carne chamuscada danzó bajo mi nariz, dando vueltas alrededor de mi cabeza y uniéndose al hedor de la sangre y la magia.

El susurro de las armas alarmantemente cerca de mí me despertó de aquella visión. Había alguien detrás de mí. Lo sabía casi con certeza.

Me giré rápidamente, cerrando mis dedos en torno a la hoja de la espada. Los soldados que protegían el muro procuraban tener suficientes protecciones y escondían armas en lugares inimaginables, así que no podía simplemente apuntarles con algo puntiagudo; sin embargo, sí que podía utilizar su armadura a mi favor. Keelan me había enseñado.

Frente a mí se irguió un guardia con una barba que escapaba bajo el yelmo. Era frondosa y pelirroja, tan roja como nunca antes había visto. Ni siquiera se asemejaba al carmesí que bañaba el fuego mágico.

Su gran mano encerrada entre el metal y las cintas de cuero se levantó en mi dirección con rapidez; su espada dispuesta a atravesar de una estocada mi pecho. Esquivé su ataque con agilidad, agachándome antes de que su golpe me diera de lleno. Mis manos se mancharon de sangre en cuanto toqué la superficie gélida. El plasma pegajoso empapó mis dedos y me hizo crispar los labios ante su olor.

Me levanté justo tras su espalda, mientras desde lo más profundo de su garganta se oyó un gruñido descontento. Antes de que pudiese mirar sobre su hombro, giré horizontalmente la hoja metálica y dejé que se deslizara hasta el lateral de su cuello. La punta se hundió en su piel y músculo, y antes de llegar al hueso, atravesó su yugular.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora