CAPÍTULO XLI

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LUCCA

Audry me empujó sin sutileza alguna a la habitación donde supuestamente se encontraba Éire. Tropecé con mis propios pasos, y antes de darme cuenta me había caído al suelo de bruces, mientras escuchaba como a mis espaldas la puerta se cerraba de un portazo.

—¿Qué coño es esto? —preguntó...  Éire. Esa era la voz de Éire. Lo sabía con una certeza abrumadora. Ese familiar tono severo y con un imperceptible acento sureño. Por un instante, ni siquiera pude creerlo; simplemente pensé que fue una parte de mi imaginación. Que un recóndito lugar de mi mente donde guardaba los buenos recuerdos había despertado de su soñolencia.

Yo alcé la cabeza, ayudándome de mis codos para incorporarme.

Y ahí estaba.

Era Éire, pero al mismo tiempo...  no lo era.

Su largo cabello ondulado estaba ahí, pero ahora era oscuro. Su piel trigueña cada vez parecía más pálida, rozando un tono preocupante. Sus ojos, antes oscuros como una ciudad a medianoche, ahora eran dos pozos que te devolvían la mirada de mala gana. Había adelgazado preocupadamente, por lo que sus pómulos ahora se marcaban notoriamente y la grasa de sus mejillas parecía haber sido succionada.

Yo parpadeé, anonadado. Ella continuó mirándome en silencio. Tan solo estaba quieta frente a mí, observándome. Esperé un golpe, un grito, quizá la profunda sensación de que su magia estaba comenzando a asfixiarme; o a, al menos, hacer estragos en mí, pero eso no pasó.

Traté de ponerme en pie y a duras penas lo conseguí. Estaba tan cansado. Ni siquiera había contado las leguas que había andado sin descanso alguno hasta llegar aquí.

Gracias a los dioses por los rumores que se podían oír en la madrugada de la capital, con nieve en el cabello y tratando de ahuecarte sobre un bloque de paja.

—Éire...

—Sí.

—¿Qué? —pregunté.

—Puedes quedarte —ella afirmó.

Yo fruncí el ceño, confundido. Había esperado tener que recitar un discurso que ya me había aprendido de memoria; sin embargo, esto había sido mucho más fácil. Tal vez era...  ¿una trampa? ¿Una ilusión cruel antes de ser arrojado a un calabozo?

Éire tomó una de las sábanas de su extensa cama y se acercó a mí. Se detuvo cuando tan solo un paso nos separaba durante un instante, y analizó mi rostro con una mirada contemplativa, tratando de encontrar heridas visibles. En cuanto quedó satisfecha, me enrolló con aquella tela.

—¿Por qué haces esto? Pensé...  que estabas molesta conmigo. Que me odiabas, más bien.

Ella ni siquiera se molestó en evitar la mirada.

—Durante mucho tiempo, muchos me culparon por la muerte de mi madre. Al principio pensé que tenían razón, pero luego me di cuenta de algo: no hubo felicidad en mí cuando le clavé aquella daga, ni fue premeditado, pero sí que volvería a matarla. Hay vidas que...  por mucho que tratemos de rehuir tenemos que tomar para que otros puedan vivir. Mi madre o yo: esa fue mi elección —confesó —. Ser odiado o mi vida: esa fue la tuya. Ahora lo entiendo, y te lo agradezco.

Ella sonrió. Fue imperceptible, apenas un leve movimiento de su comisura, pero aquello provocó que un cálido sentimiento floreciese en mi vientre.

Así que la abracé. Con fuerza.

—¿Por qué estás aquí, Audry? —suspiró Éire, con sus labios contra mi sien mientras la rodeaba con mis brazos —. ¿Acaso Eris te dejó escapar?

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora