CAPÍTULO XXV

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ÉIRE

Hacía rato que habíamos pasado por las fronteras del reino, y el guardia que había demandado saber la identidad de Lucca — justo después de que Audry volviese a esconderse con nosotros en el carro —, ni siquiera se había molestado en mirar qué era lo que había dentro de la parte trasera. Así que había sido terriblemente fácil pasar las fronteras.

Habían pasado unas horas desde que la luz del crepúsculo había comenzando a bañar el norte, y la escarcha derretida bajo nuestras botas aún cubría cada retazo de las hojas desperdigadas por el suelo. Habíamos hecho una pequeña hoguera donde un cazo sujetado por Asha calentaba leche, cereales y agua.

Lo único que habíamos podido reunir de los últimos suministros del carro de la hija del duque: gachas. Unas gachas para cenar. Aquel plato asqueroso, que se hacía una bola justo antes de pasar por tu garganta, que sabía a la definición absoluta de no comestible.

Me senté justo al lado de Keelan, aún sin apoyarme en su cuerpo como antes, pero sí a su lado. Él me miró de soslayo y me dedicó apenas un esbozo lúgubre de sonrisa.

—Gachas, ¿eh? Estarás contento. A mí aún no me ha caído ningún pollo asado del cielo — le dije, chocando ligeramente mi hombro con el suyo. Él aún parecía triste, aunque aquello pareció menguar aquellas sombras quejumbrosos que siempre le envolvían. Solo un poco. Pero lo hizo, aunque fuera un poco.

—No sabía que querías que te tiraran un pollo.

—Siempre que pueda atraparlo y no lleve ningún veneno como el arsénico o la cicuta —. Me encogí de hombros cuando él me echó una mirada divertida —. ¿Qué? Te lo dije en su día: no querría privar al mundo de una persona como yo.

—Yo tampoco querría privarlo de nadie como tú, hechicera — me dijo. Sus ojos eran relucientes y no era por el brillo de la hoguera —. Pero se te olvidan venenos muy importantes.

—Lo dudo. Idelia me hizo aprenderme la lista de ellos, y cómo detectar aquellos que no eran inodoros —. Él arqueó una ceja, incrédulo, así que me acerqué ligeramente a su oído y le susurré — : Por ejemplo, cuando se envenena con cierta dosis de cianuro huele a almendras amargas.

Entonces, yo solté una risa baja y él apenas pudo contener como sus labios se tensaron. Esta vez, fue él quien se inclinó para decir:

—No era esta la conversación que pretendía tener contigo entre susurros. Y, desde luego, la gente que nos está viendo no se imaginará que estamos hablando de pollos voladores y venenos.

Ambos soltamos una risotada. Nuestras miradas conectadas. Sus ojos empequeñecidos, pero aquella capa de hielo pareció agrietarse ligeramente. Pareció derretirse como el velo que cubría las flores de helicriso justo tras nosotros.

Quise preguntarle sobre aquellos venenos, pero antes de poder hacerlo, él adentró sus dedos en las botas de cuero que siempre llevaba y sacó un pequeño frasco de ahí. El cristal relució contra las llamas, la sustancia que contenía era añil, y pareció tan densa como un metal convertido en líquido.

Entonces, mantuvo aquel frasco en el hueco que había creado entre su índice y su pulgar, y el corcho que lo mantenía hermético apenas tembló.

—Aún guardo sangre de pulvra. Justo de aquel pulvra del riachuelo. Por eso, aquel día tras combatirlo, estaban los cubos llenos de su cabeza hecha pedazos. Mi padre recolectaba sus venenos antes de quedarse tullido, y tras él empecé a hacerlo yo. Aunque, después de haberlo perdido todo en Normagrovk, solo me queda este bote para untar la punta de mis flechas.

No le dije nada acerca de cómo había dicho deliberadamente que su padre no era Symond, aunque sí que me sentí ligeramente orgullosa de mí misma por haber conseguido que hablase con aquella naturalidad conmigo de su padre — suponía — difunto.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora