CAPÍTULO XLII

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ÉIRE

El hedor metálico fue lo primero que llamó mi atención. Tras eso, pude decir que lo siguiente que despertó mi pánico fueron las puertas del templo abiertas de par en par, pero fue más bien el charco de sangre que caía por los escalones y goteaba hasta la nieve. Mediante los segundos pasaban, el alabastro bajo mis botas se teñía de carmesí.

Ni siquiera contuve la respiración cuando pisé aquel río escarlata. Tampoco lo hice cuando vi al completo el interior de ese templo, porque sabía lo que encontraría. Lo sabía con una seguridad aterradora.

Las paredes de piedras preciosas pulidas ahora estaban opacadas por las salpicaduras de un líquido escarlata; no había pasado el suficiente tiempo como para que se secase, ni mucho menos para que su color fuese oscuro: era sangre reciente.

La amatista convertida en un rubí. El suelo de mármol blanquecino apenas se entreveía entre los cuerpos que lo cubrían. Unos encima de otros. Otros tantos empalados, clavados a la pared con no más que clavos, colgados con sogas del techo abovedado.

Audry ahogó una exclamación, y aunque supe que le hubiera gustado marcharse, se quedó allí. Lucca, en cambio, no se atrevió a entrar. Él supo antes que nadie lo que se hallaría ahí, y estaba segura de que no quería estar frente a aquella cruda escena.

Entonces, Brunilda se arrodilló justo al lado de algunos de los cuerpos y comprobó si sus corazones aún latían; pero, como todos temíamos, ninguno parecía haber sobrevivido.

Yo me quedé donde estaba, estática. No me moví. No hablé. Escondí en mi silencio un grito impotente e iracundo.

Sabía que Brunilda se había movido, que estaba inspeccionando el lugar, pero yo solo podía sentir como la magia se removía dentro de mí, como la primitiva esencia que yo albergaba rugía furiosa; como si un monstruo razha arañase mi alma, decepcionado. No, no como si uno lo hiciese, sino como si todo mi propósito...  Como si todo mi pueblo estuviese gritándome que actuase de una maldita vez.

Porque por esperar, por ser piadosa pese a todo, estos hechiceros habían muerto. Había aguardado por la rendición de mi hermana, por no tener que comenzar una guerra aún mayor, por solo tomar su vida y salvar tantas otras; pero ahora...  con esto...

—Éire, hay alguien con vida —declaró la guerrera. Yo la miré inmediatamente, y reparé en la mujer a la que ahora sujetaba férreamente del brazo.

Su piel era lechosa y su cabello como el trigo. Sus ojos verdes reflejaban el terror de su alma, y casi pude sentir como las esquirlas del miedo se clavaban en sus entrañas. Por sus ropajes, sus pies descalzos y sus joyas bañadas en oro, pude deducir que no era una campesina ni una guerrera.

—Una suma sacerdotisa —susurró Audry tras de mí, estupefacto.

Brunilda la acercó a mí hasta que pude observarla a pocos palmos de distancia. Su vestido rosáceo no estaba rasgado ni enrollado en sus rodillas. Tampoco presentaba heridas visibles, y ni una sola de sangre manchaba su inmaculada piel. Aún así, por como sus labios temblaban y su mirada perdida se oscurecía, supe que lo debía haber visto todo. O, al menos, debía saber algo.

—¿Qué ha pasado aquí? —inquirí. Ella me miró, pero no parecía verme —. Necesito que me respondas para poder vengar sus muertes.

—¿Vengar sus...  —comenzó, aturdida — muertes?

—Sí.

—¿De qué serviría eso? Ya están muertos. —Su voz se rompió ligeramente, y aunque trató de limpiar una lágrima que rodó por su mejilla, otra la precedió rápidamente —. Todos ellos lo están.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora