ÉIRE
Hubo un momento de mi vida en el que me gustaba el sol. Lo adoraba. Adoraba el ruido, la charla, los movimientos primitivos de los cuerpos en El vaivén tono glicina, burdel que solía ir a visitar por las copas gratis que a veces podías conseguir con tan solo guiñarle un ojo a alguien. Me encantaba el sonido gutural del tambor siendo aporreado, el arrastre sensual de las teclas del piano, la forma en la que las parejas se tocaban disfrutando libremente su sexualidad.
Pero, entonces, llegó la abstinencia. Los días sin soportar ver un rayo de claridad, los temblores, las migrañas interminables y los vómitos. El descontrol de mi poder me absorbió por completo tras tantos años sin utilizarlo, dejándolo adormecido, y apenas hablaba con nadie que no fueran Audry o Keelan, por el simple hecho de que ya no había nadie más. Ya no existía el alboroto en mi vida.
Llegó un punto en el que, lentamente, sin darme siquiera cuenta, aquella Éire quedó en el pasado. Se borró por completo, dejando en su lugar a una mujer que prefería el silencio, la oscuridad y la soledad.
Por eso mismo, cuando sentí que volvía a recuperar la consciencia, y que mi mente empezaba a desperezarse después de estar un buen tiempo dormida, en un principio no tuve ganas de abrir los ojos. No sabía qué hora era, ni siquiera porqué estaba dormida, pero sí que recordaba lo que me esperaba cuando me levantase:
Eris.
Mi no-querida hermana pequeña y sus secuaces.
Y, desde luego, esos eran bastantes puntos a favor de la opción no despertar.
Pero apenas pensé en aquello, una mano se apretó ligeramente contra mi hombro. Eran dedos tersos, suaves y gruesos. Un tacto que ya conocía, que se había deslizado sobre mí y había abrasado mucho más que mi piel.
Era Keelan Gragbeam.
Así que hice acopio de mi fuerza de voluntad, y me esforcé por separar mis párpados, parpadeando mientras luchaba con las ganas de volver a cerrarlos. Tragué saliva, notando como mi garganta se cerraba con una desagradable sensación de sequedad.
Lo primero que vi fue el techo: la capa inmaculada de pintura blanca, las molduras repartidas en sencillas líneas rectas, y la luz de una vela que titilando bañaba parte de éste.
Lo segundo que vi fue el rostro de Keelan, que se inclinaba hacia mí, sentado justo al lado de mí en aquella cama. Por lo que pude ojear rápidamente estábamos en mi habitación, aunque no entendía porqué él estaba mirándome con aquel brillo de preocupación.
—¿Qué ha pasado? — pregunté, intentando erguirme contra el cabecero; sin embargo, cuando hice el amago de hacerlo mis fuerzas se disiparon por completo, y mi mundo dio un vuelco trascendental. Sentí como todo a mi alrededor se convirtió en borrones poco definidos, apenas esbozos de un dibujo incompleto, punzando repentinamente en mi sien como unas tenazas.
Estuve a punto de caer bruscamente contra la almohada, pero antes de que aquello pasase, Keelan me sostuvo con gentileza por los hombros y procuró que me mantuviese en una posición agradable. Pestañeé un par de veces, tratando de que el dormitorio volviese a ser el que era, antes de convertirse en un remolino de objetos que echaban a correr con exhaustiva rapidez frente a mi campo de visión.
—Tienes que tener mucho cuidado. Evelyn ha conseguido cerrar tu herida, pero has perdido mucha sangre y necesitas recuperar fuerzas — murmuró él, palpando mi frente con cautela. Al parecer, no debió de notar nada grave, ya que sus facciones se suavizaron levemente.
Aclaré mi garganta, percatándome de como mi visión empezaba a esclarecerse. El rostro de Keelan ya no era solo un recorte oscuro, con labios fruncidos y postura encorvada, ahora podía distinguir las luces de la vela que alumbraban el espacio entre nosotros, y podía repasar con facilidad su semblante.
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Reino de mentiras y oscuridad
Fantasy•Segundo y tercer libro de la trilogía Nargrave. Éire Güillemort Gwen había huido de Aherian tras aquella traición con Keelan, Audry y su nueva criatura acompañándola en su viaje para reclamar aquella corona. Gregdow seguía siendo tan oscuro como s...