CAPÍTULO XXXIII

82 19 1
                                    

ÉIRE

Filas de casas pintorescas, con tejados de todos los colores. Con paredes de todos los colores. Puertas pintadas de azul, de amarillo y de rojo. Farolillos colgados por cada ventana, y desde cada taberna se escuchaba el estruendoso sonido de la risa rebotando hasta hacer una enorme grieta sobre el suelo. Aquella grieta era ni más ni menos que un baile: el baile regional de Iriam. Sus pies se cruzaban, la gente cantaba y daba palmadas, se intercambiaban las parejas y tenía la curiosa característica de acabar con un beso.

Hombres y mujeres se paseaban por las calles aporreando tambores, soplando por unas trompas, deslizando arcos por sus violas. No había un solo juglar, sino que había varios cantando y llevando el compás del baile iriamno. Hablando de la omnipotencia de los dioses, de la grandeza de su reino, de lo digna que era su gente.

El cielo era oscuro, tan solo alumbrándonos con rayos de luna y estrellas. Los peldaños del suelo estaban sucios de arena, de tierra, de cenizas, cerveza y vino. Encharcados en nieve derretida, tan sucia como una chimenea, o en vómitos de pobres borrachos que no hacían más que dar tumbos.

—Esto es…— comenzó Evelyn, mirando a su alrededor. El vestido que ahora llevaba mostraba su verdadera figura, y para mi sorpresa, no era ni tan delgada ni tenía la cintura y los pechos que aquellos apretados vestidos prometían. De cualquier forma, la princesa era guapa. Preciosa, dirían muchos. Sobretodo mientras ojeaba a cada persona con una enorme sonrisa y los rociaba sin quererlo de su felicidad —. ¡Es espléndido!

Los dientes de Lucca castañearon, mientras se ajustaba aquel gorro de lana en su pequeña cabeza.

—Sí…Lo es. — Y no había mentira menos convincente que pudiese soltar aquel pequeño mendigo. Tras eso, Audry me dio una palmada en el hombro, y echó a correr hacia las gentes que bailaban.

—¡Date prisa o me buscaré otra compañera! — me gritó, justo antes de juntar sus palmas con las de una mujer regordeta que soltó una carcajada y comenzó a bailar con el castaño. Audry apenas conocía el baile, así que hacía torpes movimientos con sus pies. Aunque aquella mujer iba tan borracha que entre sus risotadas dudaba que lo notase.

Yo me encogí de hombros en dirección a Keelan.

—Lo siento, Keelan Gragbeam — le dije. Él me echó una mirada molesta, aunque las comisuras de sus labios se tensaron como controversia. Después de aquello les di la espalda y me dirigí hacia Audry —. ¡Te prometo que te reservaré un baile!

Eso fue lo último que grité antes de perderme entre el gentío. Alguien casi me echó su cerveza encima mientras bailaba, yo les di a otros cuantos unos golpes para hacerme algún hueco, y conseguí entrometerme entre las dos filas de baile. La mujer regordeta soltó otra carcajada al mirarme, y me pareció escuchar que murmuraba una incoherencia.

Me caía bien.

—¡Dorya, ella es mi amiga! ¡Voy a bailar con ella! — exclamó Audry, haciéndole aspavientos a la mujer para que se marchara. Ella le respondió con un breve adiós inentendible y retrocedió en la fila mientras la música se paraba en el momento de tensión y nos mantenía a todos quietos.

Me puse justo en el lugar en el que había estado esa tal Dorya y solté una risa baja mirando al castaño. Audry estaba rojo como un rubí, con su túnica ligeramente desbrochada y sonriendo como un atolondrado.

Y eso que solo se había tomado un par de cervezas.

—¿Dorya? ¿Ya sabes su nombre? Apenas te he dejado solo un minuto. — Apenas tuve que elevar la voz porque ahora la música se había detenido. Nadie hablaba. Nadie se movía siquiera. Todos esperaban con ansias el sonido del tambor como señal de que podían seguir con su festejo.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora