EVELYN
—¡Debe mantenerse dentro del castillo, su majestad! —me gritó un guardia real, tratando de cerrar las puertas de mi alcoba. En cuanto lo consiguió, supe que había corrido hacia las escaleras para después bajarlas apresuradamente. Y lo sabía porque yo misma tenía la oreja pegada a la puerta, aguardando el momento oportuno para salir.
Cuando solo el sonido lejano de pisadas y quejidos se colaba en mi habitación, decidí que era hora de ponerse manos a la obra.
Me deshice de mi vestido rápidamente, y tras dejar caer aquel cúmulo de sedas, patrones de encaje y puntillas, me sacudí hasta que gran parte del reluciente aceite de cría de ruv se secó sobre mi piel.
Aquella bestia fue la que atacó a Éire y Keelan en la terma de Sindorya, aunque no encontré nada sobre ella en ningún pergamino ni libro del reino. Así que yo misma decidí nombrarla así, e hice que actualizaran los bestiarios y añadieran a esa criatura, lo que no contentó demasiado a Éire. Aún así, ni siquiera trató de detenerme cuando hice que mis soldados tomaran el brillante aceite que cubría a la cría de ruv, y tras eso se confeccionó aquel cosmético especialmente para mí. Quizá ella ni siquiera lo había sabido, o tal vez simplemente no era perjudicial para aquel monstruo, y en consecuencia lo había pasado por alto.
No tardé mucho más en deshacer las sedas que ataban mi corsé con fuerza, pese a que las telas se escurrían de mis dedos cada vez que escuchaba un nuevo alarido.
No me era necesario mirar por la ventana para saber lo que vería.
La espesa niebla obsidiana. Tentáculos oscuros que rodeaban Aherian, y dentro de ellos, bestias que surgían creadas con magia.
Al principio, solo fue una extraña niebla que rodeó la capital durante dos noches. Preferí no darle importancia, —aunque los rumores no hacían más que incitarme a hacerlo— pero sí que traté de informarme en la biblioteca real sobre ello. No encontré demasiado, excepto entradas sobre magia razha. Aquella idea la desbaraté al instante, ya que solo existía una hechicera de aquella casa, y ella no podía haber sido la causante de aquel fenómeno.
Había protegido el reino durante los meses que se hospedó aquí, y aunque dejó de hacerlo bastante pronto, Éire no tenía motivos para atacarnos.
Maldita sea, yo misma le había entregado todo un ejército.
Pero ahora había amanecido, y la niebla había comenzado a expandirse.
Y no solo eso.
Entre sus negras ondulaciones había ojos que relucían. Algunos eran rendijas, otras eran miradas redondas, y algunos solo eran miradas fantasmales y vacías. Ningún guardia se había atrevido a decir nada, pero todos sabíamos que se trataban de monstruos.
Solo tenía unos finos pantalones de montar y una túnica violeta de botones marfiles, conjunto que solo utilizaba para mis paseos mensuales a caballo, pero era lo más cómodo que podía encontrar en mi armario. Así que rápidamente me enfundé en aquellos ropajes, y salí a trompicones de mi habitación.
Hacía mucho que me había deshecho de cualquier dama de compañía que pudiesen ofrecerme, ya que prefería ocuparme de mi aseo y mi acicalamiento yo misma, por lo que ahora no tenía que preocuparme de tener que apartar de mi camino a ninguna persona más.
Fuese como fuese, realmente yo no tenía porqué quitarme a nadie de encima. Era la reina, tenía más obligaciones que nadie para con Aherian, así que no me escondería en mi habitación esperando a que todo acabase, y cualquiera que no entendiese eso podía marchase a los tronos de la tríada.
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Reino de mentiras y oscuridad
Fantasy•Segundo y tercer libro de la trilogía Nargrave. Éire Güillemort Gwen había huido de Aherian tras aquella traición con Keelan, Audry y su nueva criatura acompañándola en su viaje para reclamar aquella corona. Gregdow seguía siendo tan oscuro como s...