ÉIRE
Lo cierto era que había pasado una semana, y aún no había encontrado a ningún "apuesto joven que se hiciese llamar Lucca". Había levantado cada tienda, postulado a más guerreros alrededor del campamento y recorrido cada posada o taberna de alrededor, pero no habían encontrado a nadie que coincidiese con mi descripción.
Cuando llegó el cuarto día de búsqueda, simplemente me resigné. Traté de convencerme de que podía haber sido cualquier otro hombre llamado de la misma forma, pero ¿por qué taparía su rostro si fuese así?
—No es él. Seguro que no —me había dicho Audry, pero incluso él parecía poco convencido. Por un momento, me sentí increíblemente mal por el comandante. Lucca había sido mi amigo durante gran parte de mi vida, prácticamente parte de mi familia. Una persona a la que debía proteger, y a la que protegí y cuidé durante años, llevándome golpes y palabras crueles por hacerlo. Pero también había sido importante para Audry: su primer amor. La primera persona en la que confío, a la que besó, con la que compartió momentos dulces y que revolvieron en él miles de sentimientos. Y en el fondo, me sentía tan mal por él como por mí misma.
Y cuando encontrase a ese cabrón, si es que verdaderamente era él, desearía no haber pisado nunca este lugar.
También había esperado a Keelan cada noche desde que se marchó a la tienda de Audry. Había aguardado en mi cama hasta pasar la medianoche, y había dado vuelta tras vuelta sobre las gruesas telas, imaginando que cruzaría mi entrada y en un par de zancadas estaría sobre mí. Me besaría y me diría que ya había pensado suficiente, que ya había esperado suficiente, que me perdonaba y que me seguía amando.
Pero eso nunca pasó. De hecho, ni siquiera me encontré con él, mientras cruzaba el campamento y observaba los entrenamientos. Mientras alimentaba a los monstruos y comprobaba que todos los hechiceros se encontrasen bien.
Finalmente, había terminado por pensar que él ni siquiera había salido de su tienda, y aquello me volvía aún más loca. No podía evitar preguntarme cuanto daño podía haberle hecho para que ni siquiera se dignase a salir. Al menos, no durante toda la mañana y gran parte del atardecer.
Yo nunca hubiera querido verle mal. Bajo ninguna circunstancia le hubiese hecho daño intencionalmente, porque sus problemas eran los míos, y su dolor palpitaba en mi pecho con la misma fuerza.
Acabaría con quien le hiciese mal a aquel hombre, pero ¿qué tenía que hacer cuando yo misma había sido quien le había dañado?
Dale su tiempo, me susurraba una vocecilla en lo más profundo de mi cabeza. Y eso era lo que estaba haciendo. Él necesitaba su tiempo, y yo se lo daría, pero eso no aliviaba los pensamientos culpables que rondaban mi cabeza. Y yo... ni siquiera sabía qué hacer para que aquel sentimiento desapareciese.
—¿Cómo va la búsqueda? —les pregunté a los manipuladores de objetos, los cuales se ocultaban entre telas en una tienda, rodeados de cachivaches y velas cerosas que se deslizaban sobre el aire a su alrededor. Les había pedido que encontrasen una solución para la debilidad que sufrían nuestros cuerpos ante la madera de Gregdow. Quizá si manipulaban la materia de aquel objeto, éste no alteraría de tal forma nuestro organismo, y así Eris no utilizaría aquellas armas para masacrarnos.
Cuatro personas se encontraban allí congregadas, en torno a una mesa de madera trabajada y con aquella estaca que recogimos de Normagrovk en el centro de ésta. Una vela con su llama titilante oscilaba sobre el arma mortal, alumbrándola con una fuerza abrumadora e ilógica, que no hacía más que confirmar que todos aquellos objetos estaban siendo manipulados, alterados, mejorados. Limpié una capa de sudor de mi frente y me esmeré por centrarme en aquello.
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Reino de mentiras y oscuridad
Fantasy•Segundo y tercer libro de la trilogía Nargrave. Éire Güillemort Gwen había huido de Aherian tras aquella traición con Keelan, Audry y su nueva criatura acompañándola en su viaje para reclamar aquella corona. Gregdow seguía siendo tan oscuro como s...