CAPÍTULO XXX

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ÉIRE

—¿Y ahora aceptas bailar? ¿Qué pasa contigo, Keelan Gragbeam? —mascullé, cruzando mis brazos alrededor de su cuello. El príncipe heredero apretó mi cintura con fuerza, y deslizó suavemente sus dedos hasta mi cadera.

—Solo quiero bailar —murmuró él en mi oreja, enviando breves soplos intencionados a mi lóbulo. Un cosquilleo ascendió por aquella piel sensible.

—¿Acaso vas a traicionarme, futuro marido? ¿Tienes algún plan escondido para detener todo esto? ¿O, quizá, para retroceder en el tiempo? —Una sonrisa ladeada fue lo único que recibí como respuesta. Entonces, humedecí mi labio inferior y clavé las yemas de mis dedos en su nuca con malicia —. Si intentas detenerme, te mataré de nuevo.

Él sonrió con aún más fuerza, justo antes de pegar su cuerpo aún más al mío. Su rodilla se levantó durante un instante y rozó la zona entre mis muslos, robándome una maldición.

—No me matarías ni aunque tratase de acabar contigo.

—Eso es cierto, pero debo verme muy caliente amenazándote.

Sus ojos ámbares relucieron salvajemente.

—Mm, no sé, ¿quieres volver a intentarlo?

Yo solté una risa baja, sintiendo como sus labios se presionaban contra mi mentón. Entonces, volví a abrir la boca —: Podría obligarte a hablar en este mismo instante. Así que, dime: ¿por qué me tratas tan bien repentinamente?

Sus labios se alejaron lo suficiente de mi cuello.

—¿Sinceramente? Me has puesto a mil con ese baile —él ronroneó, paseando la punta de su dedo índice por el surco de mis pechos.

—Mentiroso —susurré, aunque mi voz ya no era más que un quejido tembloroso. Keelan colmó de besos mi cuello, hasta que aquel hormigueo prendió en llamas mi cuerpo y envío corrientes incontrolables a mi vientre.

—Sabes que te importa una mierda si estoy mintiendo.

—¿Sinceramente? Sin duda, joder —maldije, hundiendo mis uñas rotas en su cuero cabelludo. En menos de un instante, sentí cómo su piel cedía y manchaba mis dedos con su sangre.

Ni siquiera supe en qué momento nos deslizamos hasta mi tienda, ni cuando acabé tendida con él sobre mí en aquella mesa. Los mapas que antes la habían plagado ahora estaban desperdigados por ahí, el agua de tormenta ahora se deslizaba por la tierra y las jarras estaban hechas añicos bajo nosotros.

Sus manos estaban por todas partes, y mi ropa aún estaba inesperadamente intacta. Maldita sea, ¿por qué mi ropa seguía ahí? ¿Y por qué la suya también?

Levanté mis manos para deshacer cada botón sobre el cuerpo de Keelan, pero él chasqueó la lengua y cerró con fuerza sus manos en torno a mis antebrazos.

—Déjame a mí. Ahora déjame a mí.

—No —sostuve yo, con una sonrisa bailando en mis labios. Yo también quería tomar las riendas. Disfrutaba mucho dándole placer.

—Sí —afirmó, con aquella maldita sonrisa. Odiaba esa sonrisita socarrona. La misma que en muchas ocasiones me había dedicado antes de siquiera juntar mis labios con los suyos por primera vez.
Aquella que desprendía superioridad. Una que me ponía de los nervios.

Y al mismo tiempo, también me ponía... de muchas formas menos desagradables.

Entonces, quise apartarle. Quise llamar a la magia dentro de mis venas y enroscarla en torno a sus manos, las mismas que me sostenían. Quería apartarle y sostenerle a horcajadas bajo mí, pero entonces busqué, presioné, palpé y... no había nada. No había magia.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora