CAPÍTULO XXII

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ÉIRE

Keelan y yo estábamos en la colina, con los rayos del sol colándose hasta adentrarse en nuestra piel como delincuentes furtivos. Mi cabeza se recostaba en su vientre, y estaba dejando que pasase sus dedos deliberadamente entre las hebras de mi cabello, aún sintiendo la fría sensación que dejaba tras cada pasada. Quise apartarme por un pequeño instante. Tan solo algo involuntario.

Pero no lo hice. Porque Keelan estaba malhumorado, receloso la mayor parte del día, y cuando nos perdíamos entre los árboles su mirada no era más que triste. Así que no…No le abandonaría en su peor momento.

Eso sería demasiado rastrero incluso para mí. Y él era mi amigo, mi compañero, quien me había sostenido mientras me encorvaba hasta soltar mis higadillos, y el hombre que me había ayudado con cada pesadilla, en cada noche oscura, mientras me dejaba perderme entre sus brazos.

Así que dejé que siguiera pasando su mano por mi cabello todas las veces que él quisiese. Hasta que se cansase. Hasta que estuviese tan satisfecho que un esbozo de sonrisa decorara su rostro.

Aunque aquello, mediante habían pasado los días, cada vez se hacía más complicado. Apenas me besaba, sus manos no se atrevían a tocar a nadie por mucho tiempo y sus ojos parecían bañados de la frustración más absoluta la mayor parte del tiempo.

Así que tan solo me mantuve allí, disfrutando del sol y del silencio, disfrutando del olor: sutil, ligero, floral e incluso podría decir que alegre.

Flor de loto. El olor de aquellas flores acuáticas que se encontraban no muy lejos de aquí, en una de las ramificaciones del río que desembocaba y formaba una laguna, y las hojas de aquellas plantas emergían del agua y las mecían con quietud.

—¿Cuándo te marcaron esa espada en la muñeca?

—¿Y a ti esa estrella de cinco puntas? — me preguntó él, en vez de responder. Entonces, el tocó mi cuello suavemente y la carne arrugada de mi marca se topó con la punta de sus dedos.

Aún así, no había presionado lo suficientemente fuerte como para inducirme en ninguna visión.

Esta vez, fui yo quien cedió — : Desde que tengo memoria está conmigo. Las actuales marcas de hechiceros reales tienen tres puntas, por la tríada, pero a mí me marcaron con la ilustración antigua: donde solo se conocía a los Elementales como hechiceros reales.

Me pareció que asintió.

—Un día, en Iriam, encontré a un hombre que se dedicaba a marcar con tinta en tu piel lo que creías suficientemente importante. Entonces, dejé que con sus agujas y tintas me marcase para siempre.

No le pregunté qué hacía el en Iriam, pero sí que le pregunté otra cosa — : ¿Una espada? Lo veo algo muy básico, siéndote sincera. Es como tatuarse un jarrón siendo alfarero.

—Para mí la espada no tiene ese significado. No es tan solo un objeto que sirva para ejecutar un cometido. Para mí es el emblema de la justicia, de la fortaleza, del poder que puedes llegar a tener para arrebatar vidas a tu antojo y cómo tú quieras utilizarlo.

Entrecerré los ojos. Entonces, repentinamente, me di la vuelta, poniéndome rápidamente a horcajadas sobre él y viendo como un brillo de sorpresa chispeaba en sus ojos mientras lo empujaba contra la hierba.

Pero no sabía qué podía sorprenderle más: el hecho de tenerlo bajo mi cuerpo en tan solo un instante, o el hecho de que mi daga estuviese contra su cuello.

—Éire…— resopló él, mirándome alarmado.

—¿Sabes una cosa? Mi prima Nyliss venía de una aldea sureña donde llamaban crossantés a los compañeros de vida. Decía que, siempre que tuvieses un amante, tenías que hacerle una prueba.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora