CAPÍTULO XLII

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ÉIRE

Había pasado una semana. Y muchas más habían pasado desde que estuvimos en la cabaña de la que descubrí que era mi tía: Serill Gwen. Aquella anciana que me había inducido una visión, justo cuando toqué por su culpa aquella bolsa alabastrina con decoraciones hechas con hilo dorado.

Aún la recordaba perfectamente: los rayos de luna, idénticos a los que vi esa noche — hacía siete días — junto con Keelan, las manos de Symond sobre las caderas de Gianna, la forma en la que ella le confesaba que por mi culpa su alma se corrompería. Aún así, cuando aquello pasó…, cuando descubrí mi verdad y la del príncipe con el que viajaba, y porqué estaba unido a Serill de manera irremediable, mi mente había formado lagunas y había construido murallas para no asimilarlo; sin embargo, ahora me acordaba perfectamente.

Mientras ojeaba la nieve bajo mis rodillas, las cuales estaban tapadas por unos gruesos pantalones, y una enorme capa obsidiana que caía sobre ellas, tan solo podía recordar aquella bolsa. Aquella bolsita sin una sola mácula. La forma en la que sentía aquellas piedras desconocidas entre mis dedos. La forma en la que aquello me hizo saber lo qué era verdaderamente, aunque en su momento no quisiese asimilarlo.

Entonces, sentí la gélida sensación de una bola de nieve chocando contra mi rostro. Solté una exclamación indignada y aparté los trozos de hielo que estaban derritiéndose en mi mejilla, entumeciendo mis facciones a tal punto que llegaron a arder.

Keelan me agarró del brazo con determinación y me dejó caer rápidamente sobre su cuerpo, justo tras un lado de la enorme casa. Apenas tardamos en escuchar las exclamaciones orgullosas tras dar justo en uno de los blancos: en mí.

—¡Toma, Lucca! ¡Le has dado! ¿Has visto su cara? — La carcajada de ambos me hizo entrecerrar los ojos —. ¡Éire! ¡Vamos a vencerte! ¡Ja, ja!

Keelan apenas tardó en reírse también, mientras observaba mi rostro con aún algunos trazos de nieve desde arriba, aún conmigo desparramada sobre sus piernas.

Yo sacudí mi cabeza mientras me sentaba a su lado, notando como mi capa se humedecía bajo mis piernas y ésta se pegaba dolorosamente en mis pantalones. Le di un golpe en uno de sus hombros, y le despedacé con la mirada.

—¿Cómo se te ocurre reírte de mí? ¡Eres mi compañero! ¡Joder! — le gruñí entre susurros. Él, en consecuencia, se rio aún más —. Como perdamos no pienso volver a hablarte en una semana.

Enarcó una ceja.

—¿Crees que me siento amenazado por eso?

—Deberías.

Entonces, pareció tomárselo más en serio, ya que su sonrisa menguó considerablemente e hizo una enorme bola de nieve entre sus manos.

—De todas formas, quería ganar — dijo, acercándose hacia la esquina de la casa y ojeando cautelosamente hacia el lado donde Audry y Lucca estaban escondidos.

—Ajá.

Mi sonrisa satisfecha fue enorme.

Al menos, lo fue hasta que alguien me sostuvo por la espalda y me arrastró hasta obligarme a ponerme en pie. Ni siquiera me alarmé cuando sentí otro par de manos, y vi aquellos retazos pelirrojos y castaños. Puse los ojos en blanco, mientras dejaba que aquellos dos me sujetasen por los hombros.

Ojeé sesgadamente como Audry acercaba una trozo de nieve a mi rostro, como si fuera una daga contra mi sien, lo suficientemente cerca como para atravesar mi cabeza.

—¡Abandona el juego o la mataremos! — exclamó el castaño. Keelan tenía sus dos manos cerradas en puños, con la nieve escapándose ligeramente por los huecos que dejaban los guantes entre sus dedos.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora