ÉIRE
Audry dio un paso en dirección a aquel monstruo. Keelan le dejó. No hizo siquiera el amago de quitarle la oportunidad de matar a aquella criatura; sin embargo, mientras me giraba y le echaba una mirada a Lucca, pude decir con certeza que él hubiera corrido dando traspiés hasta conseguir salvarse a sí mismo.
Aquello me hizo entrecerrar los ojos en su dirección. Y sabía que él entendía el porqué. Él sabía hasta qué punto le conocía, y yo sabía hasta qué punto él me conocía mí.
Así que preferí guardar silencio, pero ese recuerdo se ancló en mi mente con fuerza, preparado para quedarse durante un largo tiempo.
El castaño y aquel protector hicieron restallar sus espadas mientras chocaban, y Audry aprovechó aquel momento para utilizar la fuerza que poseía como bazo en aquella lucha. Cerró con fuerza ambas manos alrededor de la empuñadura de su fina espada, y giró levemente su cuerpo mientras junto con la hoja de se arma. Y, pese a que pudo resultar en nada, provocó que la espada del monstruo rodase contra la tierra húmeda.
Entonces, las cuencas fantasmales de aquella criatura parecieron destellar, y Audry le echó una mirada a Keelan. Porque aquel monstruo iba a gritar. Iba a atraer a centenares de los suyos en pocos segundos. Por lo que Audry no tardó en hacer un revés con su espada y contar una de las fibras que mantenían adheridas las membranas lechosas de su cuello. Consecuentemente, el cráneo del protector cayó rodando hasta chapotear en un pequeño charco lodoso.
Entonces, Audry soltó una exclamación y se giró para chocar su puño junto con el de Keelan. Y el príncipe chocó su puño con él inmediatamente, pero, pese a eso, sus ojos parecían alertas, fijados en todas partes y en ninguna al mismo tiempo. Repasando cada recoveco, y aguardando la flecha que atravesaría el aire y cortaría la tensión de la espera.
Buscando a quien o a quienes nos hubiese tendido esta trampa que bien podría convertirse en una emboscada Iriamna. Y aunque nunca había escuchado de estos métodos para atrapar a fugitivos, nuestros carteles seguían tapando la mitad de las paredes de cada establecimiento en todo Nargrave. Así que preferí no hacer hipótesis sobre aquello.
Entonces, alanceando un rayo de luz entre la oscuridad, alguien salió de aquella choza también. Y no fue una estructura ósea, ni aquel leñador del que Audry había contado tantas historias; tampoco fue un guardia iriamno ni un mercenario buscando la recompensa por nuestras vidas.
Fue Evelyn. Con el pelo enmarañado, su vestido rosáceo rasgado y lleno de barro, con su rostro demacrado y lleno de heridas superficiales que aún no habían sanado. Una de sus mangas había desaparecido, y la princesa se esforzaba por mantener las telas en los lugares adecuados para no desnudar su piel. Ella dio un paso al frente, aún con unos pequeños tacones enfundando sus pies, y pasó su lengua por sus agrietados labios justo antes de decidirse en hablar. Y, aún con su nefasto aspecto, parecía segura de sí. Casi como si hubiese ensayado su postura, sus palabras y la entonación justo antes de plantarse aquí.
—Venimos a ayudar —aseguró de tal forma que casi pude haberla creído.
Tras eso, unos pasos se escucharon tras nosotros. No eran tacones, tampoco era la suela de unas botas contra la flora del bosque. Era una pisada firme y descalza. No: unas pisadas. Pisadas firmes, sin nada alrededor del pie, sin ninguna suela separando el suelo de su planta.
—¿Has traído a Ashania contigo? —le gruñí. Ella tan solo tragó saliva duramente y miró el espacio entre mi hombro y el de Keelan.
Me giré rápidamente. Y, en efecto, allí estaba Ashania Minceust, con las mismas sedas escarlatas envolviendo sus trenzas y su liviano vestido carente de corsé ondeando por el viento. Hacía frío, tal vez demasiado, pero ella ni siquiera se molestaba en envolverse en unas pieles o en coserle unas mangas a aquellos ropajes.
Tras ella caminaba Asterin Waldorm, con su largo pelo casi rozando el barro y mancillando su incólume blanquecino de colores que bailaban entre el pajizo y el tizón. La reina consorte parecía incluso peor que su hija, con heridas que aún sangraban en sus labios, las faldas de su vestido tan destrozadas que mostraban parte de sus enaguas, y con una respiración entrecortada y sin aliento.
Además, mediante se iban acercando en nuestra dirección, casi podía oír el gruñir de su estómago: iracundo, con fuerza, delatando a Asterin sobre cuánto tiempo podría llevar sin comer absolutamente nada.
Aún así, faltaba alguien entre aquel grupo: Cade, quien no parecía estar por ningún lado.
—¿Qué coño haces tú aquí? —mascullé en dirección a Asha. La mujer de piel de ébano entrecerró ligeramente los ojos y se plantó justo frente a mí apretando sus labios.
—No me gusta sacar conclusiones precipitadas. En serio. Podría jurarlo. Pero…creo que es hora de que esta mujer nos cuente quien es y porqué te conoce —interrumpió Audry con un hilo de voz, como si estuviera cercenando con sus palabras alfo de lo que no se sentía más que un testigo. Yo no pude evitar mirarle mal sobre mi hombro.
—Soy Ashania Minceust, hija de un duque iriamno que apoya la sucesión de Éire Güillemort al trono. Llevo queriéndoos ayudar desde que llegasteis a la Posada de Roca y Piedra, pero Éire vio mucho más factible romper mis huesos justo cuando íbamos a pasar por la frontera.
Tensé mi mandíbula. Quise decirle que yo no era Éire Güillemort, que prefería vivir sin aquel apellido por el resto de mis días, aunque aquello supusiese el no tener apellido siquiera. Yo no era una Güillemort, y no era la sucesora de nada en absoluto. Prefería pensarlo así: como una confusión, no como algo real.
Supe perfectamente en qué momento Keelan arrugó su ceño en mi dirección y Audry hizo una mueca mientras me miraba confundido.
Di un paso hacia Asha, y no pude evitar la tentadora sensación de sacar mi daga y rebanarle el cuello antes de que siquiera se diese cuenta.
—Hice aquello porque, aún sin yo pedírtelo, me mantuviste inconsciente durante días. Y déjame decirte que no me parezco a Audry: a mí me importa una mierda sacar conclusiones precipitadas, y perdóname por defenderme al ver que una mujer me mantenía atrapada en un carro aún cuando yo le había dicho claramente que no quería. —Asha pareció querer responder. Aún así, me armé de valor para ladrarle una última cosa —: Y sigo sin querer hacerlo.
Entonces, la templanza de la hija del duque desapareció de un plumazo y me echó una mirada furibunda.
—Me das pena, Éire Güillemort. —Yo tensé aún más mi mandíbula. Tanto que casi pude habérmela desencajado —. Aún sabiendo a la tirana que tenemos cómo reina, aún sabiendo el exterminio que se avecina; aún sabiendo que estas mismas mujeres acabarán en una pica, aún sabiendo que tú y tu príncipe seréis perseguidos durante años y que estará destinado a morir en una batalla contra dos reinos que no podrá ganar…Aún sabiéndolo malditamente todo, prefieres huir como una rata.
—¿Por qué debería yo huir? —preguntó Keelan, dando un paso y posicionándose justo a mi lado. Pese a eso, no me miró, y aquella punzada fue la más dolorosa de todas.
Asha le sonrió. Pero no fue con cortesía, si no más bien con desdén.
—Porque eres hijo de una hechicera y un humano. Porque eres un farscanté.
El príncipe frunció el ceño, aturdido. Y, antes de que siquiera pudiera preguntarlo él mismo, Lucca dijo:
—Híbrido. Eso ha dicho: híbrido de dos especies. Hijo de la hechicería y los…
—Monstruos. Si, eso he dicho. Eres un farscanté de dragón, Keelan Gragbeam —intervino Asha. Y, mientras sus labios se movían, más ganas tenía que estrangularla —. Por lo que Eris también te quiere muerto. Y Éire no te ha dicho nada supongo que para que no te sientas demasiado presionado, pero eso significa que la reina sabe que no eres el heredero. Y Einar también. Eso significa que nunca tendrás esa corona, y aunque la tengas, te la arrebatarán en un instante.
Después de aquello, todo fue silencio. Yo mantuve mis labios sellados, porque si los abría tan solo sería para dejar escapar a la niebla y permitir que se enroscase libremente en torno a Asha. Tras eso, me hubiera encantado ver trocitos de farscanté de ñacú por todo el bosque.
Keelan no me miró. Ni una sola mirada. Nada. Absolutamente nada. Pero sí que miró a Asha: fijamente, con sus ojos apagados, con el ámbar de su iris tan turbio que pudo parecer un mar de oro líquido.
—¿Pretendes enfrentarnos? ¿Pretendes que me vaya corriendo y que Éire y yo tengamos una pelea por esto? ¿Que tengamos una pelea por algo que ella no me ha querido contar? ¿Debería enfadarme y darle puñetazos a esta choza por eso? ¿Pretendes que yo, Keelan Gragbeam, me eche a llorar por saber que soy un farscanté o como mierdas se diga? —Entonces, fue él quien dio un paso en dirección a Asha y, a pocos palmos de su rostro, le echó una mirada que pareció leer el alma de aquella mujer y mucho más allá —. A mí nadie me va a arrebatar el trono. Ni tus palabras vacías ni todos los ejércitos habidos o por haber, porque recorrería el puto país en busca de la forma de recuperarlo. Porque soy el legítimo heredero de Zabia, y ni la palabra de una reina ilegítima o la de un rey que envía al matadero a su propia familia va a desestimarme a mí.
La hija del duque hizo una mueca molesta. Y Asterin, justo tras ella, miraba su nuca con fijeza. Casi como si de esa forma pudiese desentrañar cada misterio que Asha guardara.
—No puedo negar tu determinación, Keelan. Pero lo que digo es cierto, y si no eres capaz de aceptar que vas a perder tu país, acepta al menos que has tenido de compañera de viaje todo este tiempo a una cobarde. —El príncipe me miró sobre su hombro, y su mirada fue tan ausente, tan carente de sentimientos, que casi no parecía él. Quizá tan solo era mi interpretación de los hechos, quizá el tan solo estaba confuso…, pero el raciocinio ahora no me servía de nada. Porque me sentía mal, muy mal. Por mucho que tratase de enjaular mis emociones para detenerme a repasarlas más tarde, simplemente no fui capaz de hacerlo y me dejé hundir ligeramente por la opresión familiar de mi pecho.
Keelan era transparente. Era como un libro al que podías leer con una facilidad vergonzosa; sin embargo, ahora…Ahora ni siquiera sabía si era el mismo hombre con el que me adentré en Gregdow camino a Aherian.
Me sentí avergonzada, pequeña, encogida entre un montón de gigantes. Pero aquello no podía pasar. Aquello no pasaría. Porque yo era Éire. Nada más. Tan solo eso.
Pero al mismo tiempo era tanto, que deberían ser ellos los que se sintiesen pequeños ante mí. Así que tragué saliva, me erguí ligeramente, y dejé que aquella parte de mí que solo entendía de dolor y fiereza hablase.
—¿Qué quieres escuchar, Asha? ¿Que acepto esa corona? ¿Que acepto el rol que me ha tocado simplemente por tener la misma sangre que un hombre al que ni siquiera conocí? —Incluso yo me sorprendí al escuchar mi tono tan sosegado, tan fríamente pausado, casi como una forma de expresión calculada —. Yo no valoro a esa gente. Vendería su vida ahora mismo por tener la certeza de que nosotros estaremos vivos mañana. ¿Te parezco una rata? ¿Te parezco rastrera? Adelante, piensa lo que quieras. Yo voy a luchar por quitarle a Eris esa corona, pero nunca aceptaré ese peso sobre mis hombros. Porque soy yo quien no es legítima para ser reina, no Keelan. Y ni a ti ni a nadie le permitiré robarme algo de lo que se me ha privado durante mucho tiempo: mi libertad.
Entonces la mujer se permitió mirarme, y su mirada brilló ligeramente. Parecía empatía. Aunque ni siquiera quise barajar la opción de que fuese compasión lo que sintiese al ver mis atormentados ojos.
Asha asintió levemente.
—Está bien, Éire Güille…
—Éire. Solo Éire —le dije.
Entonces, ella asintió de nuevo.
—Está bien, Éire. Esa corona no será tuya, pero acepta la ayuda de los Minceust para arrebatarle ese trono a tu hermana.
Antes de responderle, antes de cualquier otra cosa, miré a mi alrededor. Asterin aún me miraba, pero aquello no me amedrentó. Keelan tenía su vista pegada a un retazo de hierba y apenas parecía prestarnos atención. Audry me echó una mirada, y mientras apretaba brevemente sus manos en torno a la empuñadura de su espada, supe que podía contar con él tomase la decisión que tomase. Evelyn, justo tras él, me dedicó una sonrisa que, pese a que nunca me había caído bien, me reconfortó levemente.
Y Lucca…Lucca tan solo me miraba. No pude entrever ningún brillo de aliento o de comprensión, pero sí de respeto. Incluso puede que de asombro.
Entonces, sí que me giré hacia Asha, y en ese momento me tocó asentir a mí.
—Bien. Llévanos a la capital.
Cuando aquellas palabras salieron de mi boca, no supe si habían sido las acertadas. No supe si el vuelco que dio mi vientre fue un presagio o tan solo miedo.
No supe si aquellas voces que me rugían que corriese en dirección contraria eran partes de la zona cuerda de mi cerebro.
Y es que tampoco supe si debía fiarme demasiado de mi instinto, quien me instaba a huir y a esconderme para no volver a exponerme nunca ante el peligro.
Pero lo que sí que sabía con la mayor certeza de todas, era que aquello marcaría un antes y un después en nuestro recorrido.
Que aquello sería un punto de inflexión en mi vida que nunca olvidaría. Esta decisión, esta choza, la forma en la que Asha me había ofrecido su ayuda aún sin yo quererla demasiado.
Porque mi cerebro aún parecía reticente a querer avanzar y mis piernas parecían más bien querer echar a correr en dirección contraria.
Pero ya era tarde. La decisión estaba tomada.
Y, por la forma en la que me miró Keelan, no supe si había estado tomando las mejores decisiones durante todo este tiempo.
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Reino de mentiras y oscuridad
Fantasy•Segundo y tercer libro de la trilogía Nargrave. Éire Güillemort Gwen había huido de Aherian tras aquella traición con Keelan, Audry y su nueva criatura acompañándola en su viaje para reclamar aquella corona. Gregdow seguía siendo tan oscuro como s...