ÉIRE
Ni siquiera pestañeé cuando él escupió al lado de mis pies. Los guerreros que lo sostenían quisieron golpearle, pero yo les detuve con un pequeño aspaviento.
—Oh, Cyrus. Qué destino tan triste para un duque, y encima para uno tan guapo. —Di unos cuantos pasos en su dirección, y recorrí con mi dedo índice una magulladura que surcaba su mentón —. Podrías haber sido un buen amigo mío, pero preferiste vendernos como si fuéramos ganado.
Presioné su hematoma con la yema de mi dedo, pero ni siquiera así su rostro salvaje se amedrentó. Tan solo se quedó ahí mirándome, con la mandíbula muy tensa y sus labios temblando con rabia.
—Vas a morir por lo que le has hecho a mi hija —masculló.
—Lo dudo, pero tú sí que podrás reunirte con ella. —Él me miró de tal forma que parecía poder socavar en mi alma con tan solo sus ojos. Me encontraba a un solo palmo de su rostro, pero dudaba que pudiese observarme siquiera superficialmente cuando las sombras de mi capucha ocultaban mi rostro —. Además, tu muerte será un tanto... poética.
En ese momento, me permití que unas hebras de niebla se escapasen de mis dedos y atravesasen la tierra bajo mis pies. Sentía su latido cerca. Probablemente en Normagrovk. Sabía que no estaba demasiado lejos, porque yo misma me aseguré en la madrugada pasada de que así fuera.
Y, en ese preciso momento, algunos hechiceros jadearon sorprendidos. Inevitablemente, esbocé una sonrisa satisfecha. Ahí debía de estar.
Me giré lo suficiente y pude ver en el extremo de mi campo de visión unos retazos carmesíes brillantes. Sus esquirlas de piedras preciosas relucían con una fuerza abrumadora, y sus ojos parecían pozos oscuros e insondables. Se movía con agilidad y rapidez, apoyando sus pinzas delanteras en la tierra y deslizándose con estas y con ayuda de las traseras. Sus extremidades relucían amenazadoramente como tenazas enormes, y su mirada fija en Cyrus Minceust pudo hacer temblar a cualquier mortal.
Pero él no tembló.
—¿Crees que un padre que ha perdido a su hija tendría miedo a la muerte? —farfulló en mi dirección.
—Quizá no, pero deberías tener miedo de morir y dejar a Cade solo. Quién sabe qué tipo de bestias le destrozarían. —Me encogí de hombros y retrocedí, impasible. Aún así, estaba furiosa. Lo estaba por su tranquilidad y lo estaba por mis palabras. Eran mentira. La mentira más grande que alguna vez había dicho, pero tuvo que parecer convincente. Y supe que lo pareció, ya que sus gélidas facciones se derritieron bajo mi mirada como un hielo bajo el sol.
Entonces, no vi más que terror en aquellos ojos oscuros. Se sacudió tratando de deshacerse del agarre de aquellos guardias y exclamó en mi dirección:
—¡No serías capaz! ¡Él es solo un niño!
—¿Acaso él está aquí? —inquirí, alzando una ceja. La sombra de aquel monstruo se cernió tras de mí, tapando con su cuerpo los rayos del sol que apuntaban directamente a mi nuca.
—No, pero tal vez no esté solo —admitió el duque, rebajando el tono de su voz considerablemente.
Como si los dioses deseasen corroborar sus palabras, escuché el restallar de una espada justo a mi lado. Me giré lo suficiente como para poder ver como Keelan detenía el intento de aquel ser de abalanzarse sobre mí. Por un momento, no supe de qué monstruo se trataba, ni tampoco entendí porqué intentaba llegar hasta mí. Pero, entonces, pude ver que aquella manta gelatinosa y dorada que caía de su cráneo no era más que cabello. Unas hebras rubias y largas. Y que aquellas hendiduras de sus ojos eran mortales. Realmente, no eran más que ojos.
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Reino de mentiras y oscuridad
Fantasy•Segundo y tercer libro de la trilogía Nargrave. Éire Güillemort Gwen había huido de Aherian tras aquella traición con Keelan, Audry y su nueva criatura acompañándola en su viaje para reclamar aquella corona. Gregdow seguía siendo tan oscuro como s...