ÉIRE
La hechicera rubia palpó el cuello de un guardia que se retorció sobre el pasto. En cuanto notó que su corazón aún latía, clavó el puñal en su garganta hasta que solo quedaron los gorgoteos de su sangre.
Audry dejó salir el aire de entre sus dientes, mientras mantenía su mirada sobre aquel guardia que debía de haber sido su amigo. No dijo nada en voz alta, pero pude escuchar claramente la oración susurrada que escapó de sus labios.
—Los dioses no escuchan en Güíjar. Este no es un lugar de su agrado —le dijo Asha, repasando con su mirada a cada uno de los guardias caídos. Su mirada no reflejaba pesar por la pérdida, tan solo dejes de compasión de los que intentaba rehusar ante aquella mujer.
—Los dioses escuchan en cualquier parte, sobretodo cuando deben reclamar las almas de guerreros —arguyó Audry tras crispar los labios, como si ni siquiera tantease la opción de que aquello no fuese cierto. La mujer volvió a guardar sus armas en el tahalí y nos echó una mirada por encima de su hombro, mientras pasaba sobre uno de los cuerpos ensangrentados.
—¿Cómo os hacéis llamar? —le preguntó Asha, enroscando con sus dedos una de sus tantas trenzas.
—Soy Brunilda de Güíjar. No tengo apellido, ya que nunca conocí a mis padres. —No pareció afectarle recordar aquello. En su lugar, evitó nuestras miradas momentáneamente y preguntó —: ¿Qué queréis, forasteros?
—¿A qué te refieres? —inquirí.
—Veníais a ayudarnos. ¿Por qué hacerlo? ¿Queríais algo a cambio acaso?
Ella se dio la vuelta. Sus pies descalzos hicieron crujir las ramas bajo ellos. Por estas zonas no nevaba tanto, pero las tormentas de días anteriores aún mantenían la tierra húmeda. Tanto que no pasaba desapercibida en la piel de aquella hechicera, a quien le llegaba el barro hasta los tobillos.
Yo tragué saliva duramente. No tenía miedo de esta mujer, pese a que estaba convencida de que ella era la hechicera persuasiva. Tenía miedo del silencio. De la ausencia de los guerreros que había escuchado que vivían aquí. Tenía miedo de lo que se ocultaba tras las sombras del bosque, porque no eran monstruos. No los sentía, pero sabía que había algo allí.
—De hecho, sí. Deseo que vuestro pueblo y sus guerreros se unan a mí.
Ella no se rio, pero sí que elevó una de las comisuras de sus labios. Estaba tranquila, tanto que no parecía haber acabado con una centena de guardias ella misma. Los guerreros persuasivos eran… poderosos. Muy poderosos. Si habían entrenado lo suficiente podían controlar centenares de mentes al mismo tiempo, siempre que sus órdenes fueran las mismas. Como la orden del suicidio. Un suicidio masivo.
Tan solo ese pensamiento, y esta mujer frente a mí acabaría con un pequeño ejército ella sola. Aún así, dudaba que se arriegase a aquello, ya que incluso los más poderosos y capaces de asesinar masas no podrían hacer que su cuerpo mortal soportase aquel poder. Consecuentemente, morirían.
—Las cosas aquí no funcionan así, me temo. Si quiere ganarse el respeto y el apoyo de nuestras tierras en su guerra, debe mostrarnos que es una líder que merezca la pena seguir. Debe mostrarnos su poder, su fortaleza.
—¿No queréis fortuna? —me burlé, enarcando una ceja. Inevitablemente, le eché una ojeada de arriba a abajo a su modesto atuendo.
Ella, de cualquier forma, no se lo tomó mal. Al contrario, soltó una risa baja.
—Los tesoros son placeres que se obtienen después de una victoria, no siendo aceptados como una forma de pago. Nosotros somos guerreros. No queremos fortuna, queremos batallas que librar.
ESTÁS LEYENDO
Reino de mentiras y oscuridad
Fantasy•Segundo y tercer libro de la trilogía Nargrave. Éire Güillemort Gwen había huido de Aherian tras aquella traición con Keelan, Audry y su nueva criatura acompañándola en su viaje para reclamar aquella corona. Gregdow seguía siendo tan oscuro como s...