CAPÍTULO XXXIII

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ÉIRE

Sindorya...

Claro que recordaba este lugar. No con claridad, pero algunos retazos aún patinaban en mi mente.

Sabía que fue un lugar colorido, con vigas trazadas en colores vivos y tejados que crujían bajo el peso de la nieve y el granizo. Recordaba a algunos niños correteando, a las orquestas tocando instrumentos apasionadamente. Recordaba las risas...  Las recordaba con una claridad abrumadora.

Debía haber sido un lugar bonito, pero ya no lo era.

Ahora las sombras atenuaban el lugar, tiñendo el paisaje de una oscuridad enfermiza y gélida. Las ventanas se encontraban cerradas y apenas había una persona deambulando por la calle. No había mercado, no había nobles, no había caballos ni carruajes de los que tirar; no había juglares ni hombres o mujeres sin hogar. No había nada.
Sencillamente...  silencio.

La humedad se condensaba en el ambiente, pero no se pegaba en tu piel con parsimonia, si no que caía sobre los cuerpos como gotas de lluvia. La sentía en mi piel, aferrada a mis dedos, enfriando mis huesos y helando mi nuca. No creía que solo se tratase del clima, sino de algo mucho más complejo.

Me giré en dirección a mis soldados, algunos sosteniendo las riendas de sus caballos y otros a mi lado sobre sus pies. Era hora de movernos de aquel campamento. De la siguiente conquista.

Audry, a mi lado, mantuvo su mirada sobre mí. Tan solo unos segundos le bastaron para saber lo que tenía que hacer. Asintió a los hombres y mujeres tras de él y todos saltaron de sus caballos en una sincronía casi premeditada. Se dividieron en pequeños grupos, y cada uno procuró abrir la puerta de cada casa del ducado, desde la más espaciosa y hecha de madera, hasta de la choza más pedregosa.

El rumor de las armaduras sostenidas por tiras de cuero serpenteó por el lugar, como si del badajo de una campana contra su mismo labio se tratara. Solo los soldados que habían formado parte del ejército de Evelyn las llevaban, enlenteciendo sus pasos. Los hombres y mujeres Sin Apellido de Güíjar, por otro lado, solo revestían sus robustos cuerpos con pieles.

Las puertas se abrieron. Unas chirriaron, otras no lo hicieron. Algunas no eran siquiera puertas en sí, pero se abrieron de cualquier forma.

Y ahí estaban las personas a las que buscaba.
Humanos, en su gran mayoría. Escondidos bajo cubrecamas, en armarios, en suelos falsos de maderas que trinaban o simplemente rezando frente a un círculo hecho de velas. Su miedo era inútil. Era pobre. No les serviría de nada, no les conseguiría piedad de mi parte, si eso era lo que querían. Yo no les haría daño si no me daban motivos para hacérselo.

Los soldados...  Mis soldados los sacaron de sus casas, los hicieron llenar la calle adoquinada, los mantuvieron de pie frente a mí, hasta que mi campo de visión se colmó de rostros desconocidos. Algunos eran niños, otros adultos, otros ancianos. Había algún que otro recién nacido que berreaba en los brazos de su madre, pero aquello no importaba. No, la edad no importaba. Solo un factor lo hacía: que todos eran humanos.

¿Por qué todos eran humanos? Antes aquí había habido una suma sacerdotisa, había habido hechiceros a los que educar, así que ¿dónde estaban ellos?

—No debéis temerme, pueblo de Sindorya. No he venido a dañaros a vosotros. No tocaré a ningún humano que no haya dañado a los míos, así que cualquiera que sea inocente puede estar tranquilo —vociferé, dando un paso al frente. Les miré a todos a los ojos, deteniéndome en el negro más profundo hasta en el azul más inocente. Debía encontrar a esos hechiceros que ya no estaban. Debía averiguar quién era digno de vivir bajo mi mandato —. ¿Entonces, alguien quiere confesar algo?

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora