ÉIRE
Cala estaba en mi tienda reorganizando los baúles, cuyo interior debía de estar revuelto de las tantas veces que había rebuscado en ellos sin miramientos.
Un recogido cuidadosamente atado era lo único que veía de ella, además de su enjuto cuerpo acuclillado al lado de mis bienes.
Reparé en los barriles de madera que se alineaban cerca de la entrada, aún sin abrir. Los reconocería en cualquier lado: eran de Valhiam. Aquella madera con cuidadosas mandalas talladas en la hendidura que unía las duelas y el fondo; aquella aleación fundida de oro y latón, que alanceaba entre lo modesto y lo exuberante, la cual rodeaba el cuello del barril.
—¿Qué hace esto aquí? —pregunté, soltando el aire que estaba conteniendo en una exhalación entrecortada.
Cala se giró sobre su hombro, mirándome con desconcierto. Entonces, debió seguir el trayecto de mi mirada, ya que ojeó los barriles y su mirada confusa se esclareció.
—Ah, sí. Iba a llevárselos a los soldados, para que los disfrutasen ellos. Ya no tiene sentido que estén aquí.
Asentí secamente, arrastrando una silla hacia atrás y aterrizando sobre ella.
—No será necesario, sírveme un trago.
La criada se irguió, girándose en redondo hacia mí.
—No entiendo, mi señora. Usted ya no bebía.
—Por un solo trago no pasará nada —demandé, aunque sabía que aquello era mentira. Nunca sería un solo trago. Siempre era el comienzo de un bucle que no cesaba.
—No debería servirle nada. Será mejor que me deshaga de ellos antes de que se arrepienta y tire todo su proceso por la borda.
Involuntariamente, apreté con fuerza mis manos en torno a los reposabrazos del asiento.
—Creo que no lo has entendido: es una orden, Cala.
No pasé por alto como sus rodillas temblaron, mientras trataba de mantener la barbilla en alto en mi dirección.
—Y yo le digo que no —mantuvo con una torpe firmeza. Casi inmediatamente, un gruñido surgió de lo más profundo de mi garganta, mientras volvía a ponerme de pie —. No está pensando con claridad. Es su enfermedad, no es culpa suya.
—No quieres provocarme ahora, créeme. —Y como si confirmase mis palabras, el sonido de un trueno restalló sobre la tienda, iluminando el techo como millones de estrellas congregadas. Cala tragó saliva duramente, observando las sombras oscilantes de la estancia, como si en cualquier momento pudiese salir una bestia de la nada.
Y, entonces, antes de que pudiese volver a abrir la boca, me lancé en su dirección. Fui lo suficientemente rápida como para que no pudiera esquivarme, y cerré con fuerza mi mano derecha alrededor de su cuello. La levanté del suelo, dejándola justo a la altura de mi rostro, mientras sentía como la magia patinaba ansiosa por las yemas de mis dedos. Un solo pensamiento y la pulsación mágica enviada a su organismo la mataría al instante.
—Tus ojos...—murmuró ella con voz trémula. Sabía a qué se refería: mis ojos debían haberse cubierto de una capa oscura y obsidiana que opacaba todo lo demás. Hacía mucho tiempo que alguien no me decía eso... Evelyn había sido la última, más concretamente.
—No vuelvas a desafiarme nunca —escupí. Sus labios entreabiertos temblaban, y sus enormes ojos estaban aguados en lágrimas y empapados en un terror primitivo.
—¿Cree que el príncipe querría esto? ¿Cree que esta versión de sí misma es la persona de la que se enamoró? —preguntó entre balbuceos, luchando por encontrar el aire para continuar —. ¿Crees que tú te sientes verdaderamente orgullosa de en lo que te has convertido?
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Reino de mentiras y oscuridad
Fantasía•Segundo y tercer libro de la trilogía Nargrave. Éire Güillemort Gwen había huido de Aherian tras aquella traición con Keelan, Audry y su nueva criatura acompañándola en su viaje para reclamar aquella corona. Gregdow seguía siendo tan oscuro como s...