CAPÍTULO III

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ÉIRE

A leguas de nuestra anterior ubicación, se encontraba una pequeña casa hecha de piedra roída y perlada en rocío, con su techo repleto de charcos de agua sucia y trazos de escarcha. El príncipe llamó a la puerta, dejándome tambaleante sobre Chica, y con Audry y Ojitos a mi lado echándome vistazos entre tanto por si rodaba sobre la tierra.

El sonido de los nudillos de Keelan contra aquella destartalada entrada resonó con fuerza, mientras los escalofríos me hacían aferrarme aún más a la capa ondeante de Keelan, el cual me la había colocado justo sobre mi regazo antes de poner su pie sobre la espuela de mi yegua para saltar hacia la cabaña.

«Es el síndrome de abstinencia. Ahora, tendrás que pasarlo sin ayudas mágicas» Susurró Gianna en mi oído, con el roce de sus gélidos e incorpóreos dedos rozando mi clavícula desnuda. Solté un siseo, a punto de ladrarle que era algo que ya todos habíamos supuesto. Aún así, no tuve fuerzas si quiera de echarle una mala mirada sobre mi hombro.

Tragué saliva, y tuve que inclinarme hacia Ojitos, quien probablemente ya había leído mi pensamiento. Sus grandes rendijas llamadas ojos me dijeron más de lo que podría una persona hablante. Una última vez removió su estrecha cola, como hacia cada vez que me levantaba con su rasposa lengua, intentando decirme que tuviese un buen día, supuse yo en su momento.

Alargué la mano para tocarle, pero en cuanto me acerqué lo suficiente a sus fauces, todo mi mundo se tambaleó y estuve a punto de caer de la yegua. Así que rápidamente me agarré con la poca fuerza que me quedaba a sus crines, y escuché como Audry retenía su exclamación. Respiré con dureza, pensando en cuan inútil tenías que ser para ser ahora mismo como yo: sin servir para nada y que, en estos instantes, de cierto modo inválida. Y no me sentía así por ellos, sino por mi.

Aún así, no hizo falta la caricia que me gustaría haberle dado a Ojitos en su redonda cabeza, donde tenía una fina piel viscosa y azulada, ya que él solito reptó hacia mí y me lamió con su enorme y áspera lengua. En otro momento, hubiese soltado una maldición, pero ahora simplemente asentí en su dirección, y él ni siquiera se molestó en despedirse de los demás, cuando se encaminó hacia el camino rodeado de árboles y se perdió en la sombra de estos.

El tenía que irse. Pero volvería: volveríamos a vernos. Porque el vínculo entre un monstruo y su creadora era casi tan fuerte como el de una madre con su hijo.

Solté un suspiro, mientras Keelan nos observaba sobre su hombro, con la alerta brillando en su mirada. Porque, sino había nadie, los guardias darían con nosotros en algún momento.

Era de día. Pese a eso, nadie parecía estar despierto o vivo siquiera en esa cabaña. Aunque la vida no tardó en contradecirnos cuando pasaron unos segundos y un crujido de la madera nos advirtió de que había alguien tras ella.

Y, cuando se abrió la puerta, no fue un esbelto guardia dispuesto a alojarse en territorios fronterizos repletos de monstruos, ni una mujer guerrera con un arco colgando de su hombro. En su lugar, fue un anciano un tanto menudo, y con grandes ojos azules que nos miraron con extrañeza, mientras sacudía sus manos llenas de hollín.

—¿Quiénes sois, foráneos? No se ve mucha gente por estos sitios tan fríos  — dijo el hombre. Su voz era ronca, pero no parecía un tono natural. En cambio, supuse que era por las bajas temperaturas que nos apabullaban en estos terrenos entre Aherian e Iriam.

Fue Keelan quien se adelantó en responder — : Venimos desde una aldea de Helisea, en un conjunto de casitas cerca de la costa: queríamos ver cómo era la nieve y vamos de camino a Iriam, pero estamos cansados y hambrientos. No sabría si usted pudiese tener algunos camastros libres y, si fuese así, le ofrecería dinero por el hospedaje y, por supuesto, por su hospitalidad.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora