CAPÍTULO XV

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ÉIRE

A veces me daba cuenta de lo inestable que era. Solo durante algunos instantes, cuando levantaba la vista de la sangre o del alcohol. No creía que fuera la única que evadía el sufrimiento, pero sí que era lo suficientemente cobarde como para hacerlo infringiéndome daño a mí misma: alcohol, heridas o algo tan simple como lo eran los insultos.

Daba igual. Siempre caía en el mismo bucle. Solo lograba anestesiar mi dolor creando heridas nuevas. Intoxicando mi cuerpo, mi mente o mi alma. Y si solo haciéndomelo a mí misma no funcionaba, trataba de lastimar a los demás. Suponía que eso lo había aprendido de mi madre.

O de mi padre, ya que hablábamos del tema, que directamente nunca había estado.

Al fin y al cabo, los padres eran los principales culpables de que sus hijos acabasen jodidos. Quisieras o no, tus referentes estaban directamente relacionados con tu forma adulta de lidiar con el dolor: poca o demasiada atención, rehuir de la comunicación o directamente someter a tu hijo a interrogatorios constantes; prohibirle demasiado o ignorar su existencia, someterle a presiones inhumanas o ser el vivo ejemplo del fracaso; insultarle continuamente, pero convencerte de que eso no es maltrato porque nunca le has levantado la mano, o aún peor, haberlo hecho, pero decirte a ti mismo que era porque estabas demasiado borracho; o quizá lo justificabas con el fanatismo, como hacía mi madre.

Lo más irónico era que luego te juzgaban por tus acciones, como si ellos no tuvieran la culpa.

Si yo era una adicta, era por culpa de mi madre. Si había asesinado, era únicamente porque nunca me habían trazado la línea del bien y del mal. Si sufría de dependencia emocional, era porque nunca había tenido un referente cuerdo en toda mi infancia.

Y no, no se trataba de cobardía o de un intento de no admitir mis errores, si no que verdaderamente era así. Había normalizado esos comportamientos siendo una niña, y había crecido pensando que eso estaba bien.

Pero sabía mejor que nadie que no lo estaba, porque no se sentía para nada como algo correcto.

Lo que sí que sabía con certeza, era que ahora estaba en mi mano acabar con esos comportamientos. Pero ¿cómo deshacerte de lo único que te refugiaba del dolor? ¿Cómo podía cambiar mis mecanismos de defensa, cuando eso implicaba desnudar mi corazón y dejar que lo apaleasen de nuevo?

Porque, sinceramente, no sabía si era tan valiente como para hacerlo.

—¿Éire? —dijo cautelosamente Audry, entrando en mi tienda con un plato de madera entre sus manos. Había estado conmigo toda la noche tras la batalla, procurando que Cala cambiase las compresas frías de mi frente cada cierto tiempo. Y no se había tratado de la herida de mi costado, ya que de aquello se hizo cargo un hechicero en cuanto llegamos al campamento, si no más bien de que el comandante se había empeñado en que no podía empaparme en licor para obviar mi dolor emocional.  Gracias a eso, no había sido la mejor noche de mi vida precisamente —. He traído una sorpresa para que te animes y no me odies demasiado.

—Más te vale que sea una cantidad indecente de comida. Preferiblemente de pollo —mascullé, incorporándome sobre los cojines apilados donde había pasado las horas posteriores a la batalla. Cala estaba justo a mi lado, dejando escapar un hilo de baba de la comisura de su labio. Aún así, no se había movido de su postura desde que cayó rendida al amanecer: con las rodillas casi a la altura de su pecho y los dedos de los pies encogidos.

El castaño soltó una risa baja, aunque ambos sabíamos que ninguno podía estar alegre después de lo sucedido en Normagrovk. No sólo se trataba de Ojitos, si no de todos los hombres a los que habíamos perdido: casi mil. Pero, al menos, habíamos tomado el puente. Y ahora teníamos que mantenerlo.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora