CAPÍTULO XLV

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KEELAN GRAGBEAM

—Oh, y aquí llega el príncipe desertor — me dijo Éire en cuanto llegué. Hizo una torpe reverencia, aún estando dentro de la pequeña terma personal del duque. Su largo pelo oscuro caía tras su espalda, húmedo y limpio, mientras que sus ojos enrojecidos eran el claro indicio de que había estado llorando.

Yo suspiré, dejando caer mi capa sobre la nieve y sentándome sobre ella. Aún así, la esquirlas heladas calaron en mis piernas y empaparon mis pantalones. De cualquier forma, no hice nada además de sisear.

—Sabías que me iba a ir tarde o temprano, Éire. No entiendo porqué te pones así — le dije, aún sabiendo que no era del todo cierto. Yo mismo había sentido ese retortijón de dolor en mi vientre esta misma mañana, justo cuando leí la carta de Miriela de Draba y supe que tenía que marchar pronto. El reino estaba en crisis, una crisis nunca antes vista en un reino tan rico como lo era Zabia. Había habido varias revueltas desde la muerte del rey, descontentos porque Miriela usurpara aquel trono.

Así que, aún queriendo quedarme, sabía que debía irme.

Ella apartó la mirada, jugueteando con las puntas irregulares de su cabello. Estaba nerviosa. Eso era algo que hacía cuando lo estaba.

—¿Crees que estoy así por ti? _ inquirió.

—Sí.

Me devolvió la mirada, esta vez mucho más indignada.

—Te das demasiada importancia, Keelan Gragbeam. Hay muchas más cosas en mi vida además de ti.

—Lo sé, así como sé que tu malhumor ha comenzado cuando el duque te ha dicho que me iría mañana.

Ella tomó una bocanada de aire. Su rostro estaba contraído entre los remolinos de vaho, y sus ojos felinos relucían como nunca antes lo habían hecho. No sabía con certeza si era solo por culpa de las lágrimas.

—Me he tomado una pócima de la verdad de golpe, así no sé si este es el mejor momento para someterme a un interrogatorio.

Entrecerré los ojos. Así que eso debía de haber sido la elaboración que querían que nos tomáramos: una pócima de la verdad. Nunca me había tomado una, desde luego, aunque sí que había visto a varios comerciantes vendiéndolas por precios exorbitantes. De hecho, si no mal recordaba, era de las pocas pócimas que costaban oro y no ninguna otra cosa sustancialmente más importante.

Si era sincero, no me arrepentía de haberme marchado de aquel despacho.
No iba a dejar que dudasen de la lealtad que guardaba por Éire. Y mucho menos dos estúpidos y presuntuosos nobles que no conocíamos de nada.

—Entonces me temo que es el mejor momento para hacerte un interrogatorio, hechicera.

—¿Por qué todos decís lo mismo? — dijo entre dientes, echándome una de sus características miradas que maldecían silenciosamente.

—Porque es cierto.

—Quiero que me dejéis en paz.

—Me quedaré — le confesé, mira
ndo atentamente su rostro, esperando una reacción. Y la hubo.

Sus ojos se entornaron, sus labios se entreabrieron y su mirada se fijó en mí casi de inmediato. Parecía desconcertada, avergonzada y…¿dolida?

—No quiero que te quedes por mi berrinche. Simplemente tengo un mal día, ¿vale? No voy a retenerte a mi lado, y más sabiendo que será poner en riesgo tu vida.

Y parecía sincera. De hecho, tenía que serlo, porque se había tomado un líquido hecho con una poderosa magia que la obligaba a tan solo decir la verdad.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora