CAPÍTULO XXX

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EVELYN WALDORM.

—Déjame acompañarla a su propia habitación, señorita — me dijo aquella simpática mujer, envuelta en un vestido sin corsé, tan ligero como sostener agua entre tus manos. Yo le eché una mirada a mi madre, y al ver su palidez insana, me volví a girar hacia aquella criada y le dediqué un esbozo de sonrisa.

—Perdona, pero yo prefiero compartir habitación con mi madre.

Ella frunció el ceño.

—El señor ha insistido en que cada uno tenga sus propios aposentos. No creo que…

—Ya has escuchado a mi hija — sentenció mi madre. Su voz era dura, autoritaria, pese a que su aspecto fuese lamentable. Parecía tan frágil que con un solo toque podrías hacer que se desvaneciera.

La mujer de largo cabello rizado, tan rubio como el sol que bañaba la casa, vaciló durante un instante; sin embargo, finalmente asintió.

—Está bien. Os traeré la ropa que estaba en la otra habitación, señorita. Disculpadme unos instantes. Mientras, podéis ir acomodándoos.

Tras eso, solo vimos como caminaba pasillo abajo. Más pasos de los que pudieras contar. Luego giró. Y siguió caminando. No me arrepentía de haber dicho eso, entonces. Porque aquella habitación que el duque me había asignado estaba sospechosamente lejos de mi madre.

Asterin me echó una mirada que dejaba claro que parecía compartir mi mismo pensamiento. Tragué saliva duramente, y me acerqué a tomar aquel picaporte entre mis dedos.

La puerta no hizo ruido alguno. Y no sabía si aquello era bueno, porque cualquier persona podría entrar en nuestra habitación sin ser escuchada. Mientras dormíamos. En nuestro momento más vulnerable.

Mi madre puso su mano sobre mi hombro, y lo apretó levemente.

—Tranquila. No dejaré que te pase nada. Éire tampoco lo permitirá. Nunca más se repetirá lo de aquella posada. — Me estremecí al recordarlo —. Te lo prometo, hija.

Asentí en su dirección. Y no sabía qué me dolía más: si la reciente herida de aquel recuerdo, o la forma en la que mi madre estaba desapareciendo lentamente. Sus ojos cada vez más apagados, la mirada más lejana, la piel más cenicienta…

No lo sabía. Y prefería no pensar más en ello.

Así que me concentré en la habitación frente a mí. Era grande, con un enorme ventanal que se encontraba abierto, con las cortinas de gasa siendo zarandeadas brutalmente por el viento.

Viento gélido del norte. Desagradable. Absolutamente desagradable.

Las paredes estaban hechas de cuarzo pulido. En un primer instante podía parecer mármol como el suelo del pasillo, pero después de toda mi vida portando joyas con piedras preciosas, sabía reconocerlas. La cama de forja era enorme, parecida a la que se encontraba en mi habitación de palacio, con gruesas mantas doradas y un dosel de seda atado en cada uno de los cuatro soportes.

Las molduras del techo esta vez no tenían brocados extravagantes, sino que más bien eran finas líneas blanquecinas. Tan sencillas como la de cualquier otra casa.

Asterin se sentó quejumbrosamente en aquella cama, mientras yo me acercaba a cerrar aquella enorme ventana que te mostraba el precioso paisaje del cuidado jardín. Era delicado, lleno de flores bañadas en escarcha y suelos repletos de la nieve más limpia que jamás había visto. Como una laguna de leche, de rayos de luna o polvo de estrellas. Debía de haber nevado, aunque a nosotros no nos había alcanzado por el camino.

Tras eso, froté mis brazos sucios y con mangas desgarradas, e intenté detener los escalofríos que me apabullaban. Hacía tanto frío. Aún estando acostumbrada a climas bajos, esto no tenía comparación con Aherian. Ni la más mínima.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora