ÉIRE
Todo lo que veía era el trazo de un árbol frente a mí, sintiendo el peso y el tacto de los fríos hilos que se enrollaban en torno a mi cabeza.
—¡No podemos dejarlos ahí! ¡No podemos abandonarlos! — gritó alguien, haciendo que su aguda exclamación se colara por mis oídos como garras rebuscando entre mis conductos, tocando mi tímpano como si se tratase de una uva madura.
—¡Yo tampoco quiero! ¿¡Pero qué pretendes que hagamos, Audry!? ¡Son decenas de ellos: decenas de ñacús! Apenas se puede acabar con uno, imagínate con tantos. No solo esa gente moriría. Nosotros también.
Parpadeé varias veces, tocando mi frente ya que un sutil dolor la martilleaba ligeramente, y por el tacto de mis dedos noté como me habían quitado aquellos malditos anillos de garra cruzada. Inmediatamente, dirigí la yema de mi dedo desnudo hacia allí, y cuando lo vi, pude observar una pequeña gota de sangre en la punta de este.
Mierda, pensé, intentando recordar con cada ápice de mi memoria qué había pasado.
—¿Lo dices por eso o porque no estás dispuesto a morir por esta aldea y correr el riesgo de dejar a Zabia sin heredero? — Esta vez, sí pude reconocer que aquella voz provenía del castaño. Aunque, aún todo en mi cabeza era sensible, doloroso, como si unas espinas se hubiesen clavado en los dos hemisferios de mi cerebro y estuviesen haciéndole sangrar hilos de plasma.
—¡Pues sí, Audry! No tendré honor para ti, pero mi reino es mi reino y va ante absolutamente todo y todos. Y si tengo que dejar morir a esas personas para que vivamos, lo haré.
Solté un quejido, y en ese mismo instante, todo se convirtió en silencio. Audry y Keelan se giraron en mi dirección: apoyada a duras penas en un árbol, con la tela que se enroscaba en mi cuerpo levantada hasta mis rodillas y mis pies descalzos y llenos de las ramitas que se habían clavado en mis plantas, probablemente mientras me revolvía estando aún inconsciente, y con la herida de mi sien goteando hasta teñir de rojo los pimpollos del bosque donde nos encontrábamos.
—¿Éire…? ¿Estás…? ¿Te encuentras bien? ¿Qué ha pasado ahí fuera? — preguntó cautelosamente Audry, dando un paso lento hacia a mi, como si fuese un depredador que iba a arrancarle la mano que me tendía.
—¿Por qué me hablas así? Yo…— Toqué de nuevo la herida de mi sien, la cual seguía manchando mis dedos y probablemente se infectara en cuestión de horas —. No recuerdo nada. Estábamos bailando, estábamos bien…No entiendo. ¿Qué…? ¿Por qué me miráis así? ¿Qué ha pasado?
Esta vez fue Keelan quien se adelantó, dando zancadas en mi dirección sin preocupación alguna porque le hiciese daño. Se sentó de cuclillas a mi lado, y ojeando la sangre que debía manchar mí pómulo, hasta llegar a rasgar con sus líneas carmesí mi cicatriz, dijo:
—Tranquila, escúchame, algo ha pasado con tu magia allí. Has convertido La Gran Hoguera en humo, cenizas y hollín, y el olor a tu magia ha atraído a una manada de ñacús. Después de eso, te quedaste inconsciente.
Abrí desmesuradamente mis ojos. Intenté recordar, intenté pensar porqué haría yo eso…¿Por qué, si era feliz? ¿Por qué arruinaría ese breve y precioso momento?
Y, entonces, lo supe:
—Gianna — dije, sin quererlo realmente, en voz alta. Audry arrugó el ceño, confundido, y Keelan, a mi lado, tan solo sostuvo su mano sobre la mía.
—¿Quién es Gianna, Éire? — preguntó entre musites Keelan, pausado, tranquilo, con tanta cautela que casi pudo haber rebajado los latidos desbocados de mi corazón.
Iba a intentar responder, cuando, entonces, el castaño dijo:
—¡A la mierda con Gianna! Hay gente muriéndose a varas de aquí. ¡Escúchalos! ¡Escúchalos, maldita sea!
ESTÁS LEYENDO
Reino de mentiras y oscuridad
Fantasy•Segundo y tercer libro de la trilogía Nargrave. Éire Güillemort Gwen había huido de Aherian tras aquella traición con Keelan, Audry y su nueva criatura acompañándola en su viaje para reclamar aquella corona. Gregdow seguía siendo tan oscuro como s...