CAPÍTULO XXIX

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ÉIRE

El ducado de Cyrus Minceust era grande. Extensas tierras con una gran casa y una aldea llamada Sindorya alrededor. El cielo estaba despejado, como si sobre aquella casa el sol más puro  alumbrase a sus huéspedes. Era de madera, con paneles de vidrio en forma de diamante con molduras de plomo como ventanas, chimeneas de mampostería, puertas elaboradas, molduras en el techo brocadas en piedras preciosas y grandes suelos relucientes.

Límpidas amatistas engarzadas con plata colgaban del techo, y más de una doncella las había limpiado minuciosamente, con su cuerpo envuelto en telas translúcidas y ligeras, tan costosas que casi parecían de la nobleza. Cuando el carro se había detenido frente a las enormes puertas hechas de vidrio, con cortinas de gasa alabastrina bailando al son del viento, el mismísimo duque había bajado los grandes escalones de mármol para darnos la bienvenida.

Era alto, de piel oscura como Ashania, con un rizado e incontrolable pelo oscuro y vestido con no más que una larga túnica y unos sencillos pantalones. No llevaba ni una sola arma, y en la entrada no había un solo guardia protegiendo su hogar. Pese a eso, no parecía preocupado. Al contrario, su presencia emanaba serenidad y calma.

Nos había dedicado una cálida sonrisa a todos y nos había hecho pasar al comedor en el que nos encontrábamos, donde una extensa mesa con comidas especiadas coronaba la estancia, mientras el vapor se enroscaba sobre cada uno de nosotros y nuestro lamentable aspecto y hacía de nuestra boca no más que agua.

El rugido del estómago de alguien cercenó el silencio, y Cyrus soltó una pequeña risa sentado en la cabeza de la extensa mesa.

—Adelante, comed. No seáis tímidos. Mi hospitalidad es conocida por todo Iriam, y no me gustaría que pensaseis de mi lo contrario.

Aún así, ninguno se movió. La única que hizo el amago de hacerlo fue Evelyn, y al ver que nadie la seguía paró en seco, mirándonos como si supiésemos algo que ella no. Asha frunció el ceño en nuestra dirección, mientras tomaba una enorme cucharada de aquel guiso de carne y arroz que Cade estaba tragándose directamente del bol a duras penas.

—Tuvimos un accidente similar en el marquesado de Azcán. Confiamos en nuestros anfitriones y fuimos envenenados con algún paralizante. — El duque Cyrus me miró, y en sus ojos relució una pequeña chispa de respeto. Aún sin conocerme. Solo por mi apellido, probablemente —. No queremos repetir la misma historia.

—Bueno, Éire Güillemort, no puedo demostraros de ningún modo que en este caso será distinto. Ya que bien puede ser que mi hija, mi nieto y yo seamos inmunes a un paralizante que a ustedes os surta efecto. Pero, como vais a hospedaros en Sindorya durante un tiempo indeterminado, creo que al menos merezco el beneficio de la duda.

Tras aquellas palabras, guardé silencio. Asha me echó una mirada confiada. Se la sostuve. Y, si era sincera, en ese momento aquello me tranquilizó ligeramente. La elaboradora y yo no teníamos lo que se denominaba una buena relación…, pero me agradaba. La podía llegar a tolerar con el tiempo.

Así que, aunque sabía que alguien daría el paso en algún momento, preferí ser yo la que lo diera. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, nunca me había tomado la libertad de depositar mi confianza en unos extraños. Y, si al final aquello acababa conmigo, tampoco lucharía contra ello.

Que fuese lo que tuviese que ser. Prefería mostrar que no me importaba. Así todo era más fácil.

Así que tomé mi plato de marfil y aquel enorme cucharón de cristal que estaba junto a la fuente de comida, y me eché una buena parte de aquel guiso. Cade me miró sobre su plato, entrecerrando los ojos en mi dirección, y no pude evitar soltar una risita baja mientras rozaba mis labios con el arroz que cubría mi cuchara de madera.

Reino de mentiras y oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora